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Mostrando entradas de junio, 2024

Leer mata, Luna Miguel

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◆ Mochi ▪ Pero es que James Joyce es eso: esfuerzo y neurosis. Lo ve en el capítulo que, según los críticos, está inspirado en las sirenas de Homero. Llegada a esas páginas, no hay otro modo de verlo. La verdadera pregunta que le suscita el libro no es otra que esta: ¿puede un hombre perdonar o, mejor dicho, convivir, con la infidelidad de su esposa? Las sirenas, camareras «de pecho robusto», son cotorras, cantos. Y esos cantos no distraen a su protagonista ni de su amor conyugal ni de su respeto a la nueva favorita. Lo que quiere decir Somática es que, del mismo modo en que Dedalus entiende que las infidelidades de su esposa no avergonzaron a William Shakespeare –al contrario de lo que sugieren los eruditos del capítulo nueve, que culpabilizan siempre a las féminas adúlteras de la historia–, es la atención y la generosidad hacia las intermitencias de deseo lo que nos hincha el pecho.  

Victoria menor, Luis Escavy

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▪ TAL vez no leas esto. No lo sé, me pregunto si ese día llegara, ¿qué dirías de mí? Pensarías sin duda que este no era el camino y que tú me pediste en esa última ocasión que nos vimos que no llorara otra vez. Y te lo prometí y no he cumplido aunque sí he sido fuerte. No está aquí mi derrota; aquí solo hay un hombre que ha querido olvidarte despacio. ▪ DIARIO NO dejo de escribirte cada día. Junto a cada poema que imagino también tengo un diario con tu nombre. Te cuento cada cosa que me ocurre exactamente igual que si estuvieras. No escribo para ti: es a la otra mujer que ya no existe y me quería. ▪ HEROIDA AMOR, perdóname por lo que he hecho. La noche ha sido hermosa y las estrellas de los cielos del mundo me visitan con millones de luces y destellos que nunca brillarían en tus brazos. Dedícate a olvidarme, te lo ruego. Traduce la Odisea. Busca a otra. No escribas más poemas en mi nombre ni esperes que regrese. Soy distinta, tú ya no eres el héroe del cuento, los cambios han cambiado

Tarántula, Eduardo Halfon

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  Al primero que conocimos fue a Samuel Blum. ... Ella le agradeció con un susurro apenas inteligible y se llevó la tacita blanca a los labios y yo me estremecí al reconocer su mano. Una mano que había olvidado por completo, o que creía olvidada por completo. Reconocí su forma. Sus dedos largos y delgados. Las pecas casi invisibles en el dorso. La redondez y el tinte rosáceo de sus uñas. Sin saberlo, había guardado durante años el recuerdo de esa mano, al alcance pero bien sepultado en alguna grieta de mi memoria, nada más esperando ser desenterrado y desempolvado en el instante mismo en que ella alzara una tacita blanca de café. Pensé en decírselo, en comentarle mi sorpresa y estremecimiento al reconocer una mano que apenas había visto tantos años atrás. ... Fue él quien unos días atrás nos había ido a buscar al aeropuerto con mi abuelo y llevado hasta Santa Apolonia, conduciendo tan despacio en la carretera del altiplano que recuerdo observar a unas mariposas blancas entrar por la ve

Antártida, Claire Keegan

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  Antártida —Soy el hombre más solitario del mundo—dijo—. ¿Qué hay de ti? —Soy casada—le dijo, antes de saber lo que estaba diciendo. ... —¿Querías escabullirte para almorzar y emborracharte?—dijo, empujándola dentro de la cabina y besándola, un beso largo y húmedo—. Me desperté a la mañana con tu olor en las sábanas—le dijo—. Fue hermoso. —Envásalo—respondió ella— y nos haremos ricos.