Tarántula, Eduardo Halfon

 


Al primero que conocimos fue a Samuel Blum.
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Ella le agradeció con un susurro apenas inteligible y se llevó la tacita blanca a los labios y yo me estremecí al reconocer su mano. Una mano que había olvidado por completo, o que creía olvidada por completo. Reconocí su forma. Sus dedos largos y delgados. Las pecas casi invisibles en el dorso. La redondez y el tinte rosáceo de sus uñas. Sin saberlo, había guardado durante años el recuerdo de esa mano, al alcance pero bien sepultado en alguna grieta de mi memoria, nada más esperando ser desenterrado y desempolvado en el instante mismo en que ella alzara una tacita blanca de café. Pensé en decírselo, en comentarle mi sorpresa y estremecimiento al reconocer una mano que apenas había visto tantos años atrás.
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Fue él quien unos días atrás nos había ido a buscar al aeropuerto con mi abuelo y llevado hasta Santa Apolonia, conduciendo tan despacio en la carretera del altiplano que recuerdo observar a unas mariposas blancas entrar por la ventana abierta a mi lado y luego salir por la ventana abierta del lado de mi hermano.




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