Maniac, Benjamin Labatut

 





◆ PAUL o El descubrimiento de lo irracional


▪ cuando era niño, su abuela, la anciana que le había brindado el amor y la atención que su padre le había negado, solía entregarle un cofre lleno de relojes rotos cuando él la visitaba, viejos descartes de una relojería que había quebrado, y Paul, ese niño delgado, nervioso, amable e inquisitivo, se pasaba la tarde entera jugando con ruedas dentadas, resortes y bobinas, tratando de engarzar las piezas para reconectarlas con el flujo incansable del tiempo, en un juego que él hallaba infinitamente fascinante, aunque no fue capaz de reparar siquiera uno de ellos. Esos pocos días felices habían quedado grabados a fuego en su memoria, y le roían la conciencia como pulgas a un perro, todos ellos ejemplos de un proceso irreversible, pequeñas ventanas por las que podía verse a sí mismo a los catorce años, dibujando el plano del departamento de su familia, después de que su hermano mayor, Arthur –quien parecía saber todo lo que se podía saber sobre el mundo–, le mostrara cómo hacerlo en el invierno de 1896,


◆ JOHN o Los delirios de la razón


▪ David Hilbert, sumo pontífice de las matemáticas del siglo XX, fue uno de los jueces en su examen de doctorado, y quedó tan sorprendido por el intelecto de ese joven húngaro de veintidós años que, cuando le llegó el turno de interrogar al candidato, solo tuvo una pregunta: «¿Sería tan gentil de decirme quién es su sastre?».


◆ Eugene Wigner


▪ Decían que había aprendido a leer antes de cumplir los dos años; que sabía hablar alemán, inglés, francés, latín y griego antiguo; que a los seis años ya era capaz de dividir, mentalmente, dos números de ocho dígitos, y que un verano, muerto de aburrimiento después de que su padre lo dejara encerrado en la biblioteca familiar por haberle prendido fuego al cabello de su profesor de esgrima, se aprendió de memoria los cuarenta y cinco tomos de la historia general de Wilhelm Oncken.


◆ Theodore Von Kármán


▪ Para exorcizarla, Russell y su mentor, Alfred North Whitehead, escribieron un gigantesco tratado cuya intención era reducir las matemáticas a la lógica. No utilizaron axiomas como Hilbert o von Neumann, pero sí optaron por una forma extrema de logicismo: para ellos, el fundamento de las matemáticas debía ser, necesariamente, la lógica, así que comenzaron a construir todo el cosmos matemático desde los cimientos. No fue una tarea fácil: las primeras 762 páginas de su colosal tratado, Principia Mathematica, están solo dedicadas a probar que uno más uno es igual a dos, punto tras el cual los autores incluyeron una nota seca e irónica: «La proposición anterior es ocasionalmente útil».


◆ Eugene Wigner


▪ Nosotros, los marcianos, jugamos un rol desproporcionado en el programa nuclear estadounidense. Así nos llamaban tras el chiste que hizo Fermi cuando le preguntaron si los extraterrestres eran reales: «Claro que lo son, y ya viven entre nosotros. Solo que se llaman húngaros». Les parecíamos alienígenas. Y quizá lo fuéramos. ¿Cómo es posible que un país tan pequeño –rodeado, como lo estaba, por enemigos en todos sus flancos, y dividido entre imperios rivales– produjera tantos científicos extraordinarios en tan poco tiempo? A Leo Szilard se le ocurrió la idea de la reacción en cadena que nos llevó a la bomba atómica mientras cruzaba una calle en Londres, en 1933, y luego patentó el primer reactor nuclear; von Kármán era un virtuoso del vuelo supersónico y de la propulsión a cohetes, por eso fue clave para el desarrollo de los misiles balísticos intercontinentales; yo mismo lideré el equipo que diseñó los reactores necesarios para convertir uranio en plutonio enriquecido apto para armas nucleares, y Teller tiene la dudosa distinción (que no carece de fundamento, pero que ha sido enormemente exagerada) de ser considerado como el padre de aquel Dios de la Muerte Destructor de Mundos, la bomba de hidrógeno. Por todo aquello, Jancsi –el más alienígena de nosotros– inventó su propio apodo sardónico para referirse a nuestro grupo: los jinetes húngaros del Apocalipsis.

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