Ensayo sobre el cansancio, Peter Handke

 




De cómo el insomne está tumbado hasta el alba, hasta la pálida luz que para él significa la condenación, una condenación que va más allá de uno mismo, en su infierno de insomnio, que alcanza a la totalidad del ser humano, un ser fracasado que se encuentra en un planeta que no es el suyo.
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Y luego siguen todavía sentados un rato, vueltos los unos hacia los otros, en un ligero cansancio, y conversan, sin hacer chistes, sin enfadarse, sin levantar nunca la voz, sobre sus familias, casi exclusivamente sobre esto, o bien—y con qué paz— sobre el tiempo—nunca sobre un tema que no sea uno de estos dos—; una conversación que luego pasa al reparto del trabajo para la tarde.
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En estas horas, después de escribir, yo era un ser intocable… intocable en mi interior, como si estuviera en un trono, aunque estuviera en el rincón más apartado. «¡ No me toques!» Y en el caso de que el orgulloso con su cansancio se dejara tocar, era como si esto no hubiera ocurrido.
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o bien quisiera yo simplemente cambiar lo que, en una película de Alfred Hitchcock, una Ingrid Bergman un poco bebida, abrazándole, le dice a un Cary Grant muy cansado y que se mantiene todavía a una cierta distancia: «Bueno, déjelo… un hombre cansado y una mujer borracha hacen una buena pareja»: «un hombre cansado y una mujer cansada hacen la más hermosa de las parejas».
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Una vez leí que los melancólicos podrían superar sus crisis si se les privara de dormir noches y noches; el «puente colgante» de su yo, llegado a una situación de peligrosa inestabilidad, se volvería estable.
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Hasta las últimas horas del día no hice otra cosa que estar sentado y mirar; era como si, en esta situación, ni siquiera necesitara respirar. Ningún ejercicio de respiración de los que llaman la atención de los demás, que se hacen para darse importancia, tampoco una posición de yoga: estás sentado, dentro de la luz del cansancio, y ahora, de un modo ocasional, respiras bien. Paseaban continuamente mujeres, de pronto increíblemente bellas—una belleza que de vez en cuando me llenaba los ojos de lágrimas—, y todas, al pasar, me acogían: reparaban en mí. (Era extraño que los que advertían esta mirada de cansancio fueran ante todo las mujeres hermosas, como también algunos viejos y los niños.)
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Pero ¿qué era lo peculiar de esta mirada? ¿Qué la caracterizaba? Yo, algo que el otro podía intuir, miraba con él—al mismo tiempo que él— su cosa: el árbol bajo el cual él estaba pasando en aquel momento, el libro que tenía en la mano, la luz dentro de la que él estaba, aunque fuera la luz artificial de una tienda; el viejo Stenz, con su traje claro y su clavel en la mano; el viajero con el peso de su equipaje; el gigante y su invisible niño sobre la espalda; a mí junto con las hojas que salían en torbellino del bosque del parque; a cada uno de nosotros con el cielo sobre sus cabezas.
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Una vez que, después de un trabajo y una larga caminata por una llanura friolana en la que no había ningún árbol, «cansado hasta los huesos», bordeando un bosque, pasé por delante de un pueblo que se llamaba Medea, allí, en la hierba, estaban tumbados una pareja de ánades y, uno junto a otro, un corzo y una liebre, y al aparecer yo, después de los primeros movimientos de fuga, representaron su espectáculo de ritmo y regularidad, arrancando hierba, paciendo, dando vueltas por allí, contoneándose.
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El cansancio les da el compás a los solitarios distraídos. Philip Marlowe—otro detective privado—, al resolver sus casos, cuantas más noches se pasaba sin dormir, mejor detective y más sagaz se volvía. Ulises, cansado, ganó el amor de Nausícaa. El cansancio te rejuvenece, te da una juventud que nunca has tenido.





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