Sed, Amélie Nothomb



El enigma del mal no es nada comparado con el de la mediocridad.
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Tenía razón. Hasta aquella noche no sabía realmente lo que era. En el Jardín de los Olivos, la víspera de mi detención, fue la pena, el sentimiento de abandono, lo que me llevó a verter aquellas lágrimas.
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La noche desde la cual escribo no existe. Los Evangelios así lo ratifican. Mi última noche de libertad transcurre en el Jardín de los Olivos. Al día siguiente, me condenan, y la sentencia es inmediata. La interpreto como una forma de humanidad: hacer que alguien espere multiplica su suplicio.
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–Deja de mirarme así–decía a veces.–Eres mi vaso de agua. Ningún placer se aproxima al que, cuando te estás muriendo de sed, produce un vaso de agua.
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Hay personas que creen que no son místicas. Se equivocan. Basta con haberse muerto de sed para acceder a ese estatus. En el inefable instante en que el sediento se lleva el vaso de agua a los labios, se convierte en Dios.
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Intentad esta experiencia: tras haberos muertos de sed un rato largo, no os toméis el vaso de agua de un solo sorbo. Bebed un único trago, mantenedlo en la boca durante unos segundos antes de tragarla. Apreciad el asombro que os produce. Ese deslumbramiento es Dios.
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En el futuro, un poeta cuyo nombre desconozco dirá: «Todo el placer de los días está en sus amaneceres.» Opino lo mismo. Me gusta la mañana. A esa hora del día hay una fuerza inexorable. Aunque en la víspera haya ocurrido lo peor, existe una pureza matinal.
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«Acéptalo», me apunta, desde el interior de mi cabeza, una voz benévola. Un sabio de Asia da a entender que la esperanza y el miedo son la cara y la cruz de un mismo sentimiento y que por ese motivo debemos renunciar a ambos. Tiene sentido: experimenté la esperanza en vano y ahora mi terror se ha acrecentado. Sin embargo, la palabra por la que voy a morir no condenará la esperanza. Quizá sea una quimera, pero el amor que emana de mí contiene una esperanza ajena a la contrapartida del miedo. Eso no quita que tendré que aguantar ese sufrimiento infinito. «Acéptalo.» ¿Acaso tengo elección? Acepto para que el dolor sea menor.
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Es algo que no me había pasado en la vida. No sabía qué era. Alguien me ayuda. No importa qué lo mueve a hacerlo.
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El instante se congela, el tiempo deja de existir, ya no sé ni quién soy ni qué estoy haciendo aquí, pero me da igual, están esos grandes ojos puros que me miran, ya no tengo ni pasado ni porvenir, el mundo es perfecto, que nada se mueva, permanezcamos así, en la inminencia de lo inefable. El flechazo es eso, está a punto de ocurrir algo gigantesco, una música sabia falta a nuestro deseo, pero esta vez por fin vamos a oírla.–Me llamo Verónica–dice ella. 
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Toda la condición humana se resume así: podría ser peor.
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No se lo reprocho, pero no hay nada más irritante que esa gente que, con el pretexto de que nos quieren, pretenden conocernos mejor que nadie.
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Lo terrible de la indignación es que, además, implica sobresaltos: los indignados son incapaces de permanecer inmóviles.
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En la misma medida en que había detestado reencontrar a mi madre tras la primera caída bajo el peso de la cruz, me gusta estar por última vez entre sus brazos. No llora, cualquiera diría que puede sentir mi bienestar, me dice palabras adorables, pequeño mío, mi pajarillo, mi corderito, me besa la frente y las mejillas, me estremezco de emoción y, curiosamente, no dudo de que ella lo percibe.
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¡Mamá, qué privilegio ser tu hijo! Una madre que tiene el talento de hacerle sentir a su hijo cuánto le quiere es la gracia absoluta.
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En su lecho de muerte, los moribundos suelen decir: «Si pudiera volver atrás...», y entonces detallan lo que volverían a hacer o lo que cambiarían. Eso demuestra que todavía están vivos. Cuando estás muerto, no sientes ni aprobación ni arrepentimiento en relación con esas acciones o esas omisiones. Ves tu vida como una obra de arte.
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¿Cómo sabes que tienes fe? Es como el amor, lo sabes. No necesitas ninguna reflexión para establecerlo. En el góspel está el «And then I saw her face, now I’m a believer». Es exactamente así, lo que demuestra hasta qué punto la fe y el estado amoroso se parecen: ves un rostro y de repente todo cambia. Ni siquiera has visto ese rostro, solo lo has entrevisto. Esta epifanía es suficiente.

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