Literatura, Daniel Remón


Digamos que me he pasado media vida resolviendo problemas inventados de personajes inventados. Un enchufe roto, no obstante, un grifo que pierde agua, son demasiado para mí. Me viene grande la vida, a mí. Por eso me metí a escritor. «Prolongación irresponsable de la infancia», así llama Marcos Giralt Torrente a este trabajo en su libro Tiempo de vida. Pienso primero en el libro y después en la canción Beso en la boca, de Axé Bahia, una canción que rezaré para que no llegues a escuchar jamás. Dice así:
Beso en la boca es algo del pasado.
La moda ahora es enamorar de lado.
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Cuando se acabe el cuento, me arrastraré junto a ella al estilo de los gusanos. Esto que tenemos no sé cómo se llama ni cuánto más durará. Pero sé cuánto cuesta. Sé que pesa y que no quiero, esta vez sí que no quiero que se me caiga de las manos.
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El día que muere su madre un niño pierde dos cosas: pierde la fe y pierde a su madre, es decir, lo pierde todo. Está condenado, desde ese preciso instante, a ser un niño raro.
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Yo fumaba mucho. Tenía los dedos amarillos y el corazón desacompasado.
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En el prólogo de su novela El mensajero, que se desarrolla en Inglaterra, el país que a estas alturas se ha convertido ya, definitivamente, en el preferido del niño de nuestro cuento, el escritor L. P. Hartley dice: «El pasado es un país extranjero: allí hacen las cosas de otra manera».
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LOS PELÍCANOS DE ST. JAMES PARK
Rebeca, la bruja buena, a la que con toda intención he querido dejar para el final, se ha quedado en Londres compartiendo piso. Vive con un jamaicano, un inglés, una australiana y una griega. Todos los domingos, cada uno cocina una receta típica de su país. Es lo mismo que estar de Erasmus, pero a los treinta y siete.
El dinero que robó su marido no lo quiere ni tocar. Eso, se repite una y otra vez, es para Teo. Como mucho comprueba el interior de la taquilla de cuando en cuando, para que no se la vacíen. Tampoco pensaban hacerlo, en cualquier caso. El neozelandés la conoce. Igual que todos en el gimnasio.
Como siempre ha hecho, se gana la vida ella sola. Trabaja en un restaurante italiano de kitchen porter, que quiere decir lavaplatos. Cacerolas que arden. Voces. Ruido. La frase be careful, it’s hot, que con acento lombardo suena be careful, it’s ot. La escalera de incendios donde sale a fumar entre contenedores. Ese es, doce, catorce horas diarias, el mundo de Rebeca. Y la cosa no acaba ahí. Hay también un rosario de idas y venidas a hospitales, entubamientos, respiradores, palabras como quimioterapia, que conozco demasiado bien. No es de este libro, esa palabra. Será de otros, pero de este no, no me da la gana. Así que fuera, como si no la hubiera dicho.
Es una vida dura. Y sin embargo, Rebeca es feliz. Hasta tiene tiempo para ir al gimnasio tres veces por semana.
Mientras nada, y sobre todo después de nadar, se siente bien. Aprende a controlar la respiración y la brazada. Va aumentando, poco a poco, el número de largos. Sesenta hace al final, kilómetro y medio, más de una hora nadando. Aprende incluso a hacer la voltereta en el agua. Le parece un milagro, a estas alturas, seguir aprendiendo.
Al terminar, en el café del polideportivo, todavía con el poco flequillo que le queda como el mocho de una fregona y oliendo a cloro, bebe zumos de manzana con jengibre, come remolacha, nabo, falafel, pan de pita, baba ganoush. Respira hondo. Sigo aquí, piensa. Y es verdad.
De regreso a su habitación se rapa la cabeza. Coge después papel y boli y se sienta a escribir. Es un poema. No le sale. Está sentada frente a una mesa que ha comprado en un mercadillo. La ha lijado y le ha pintado las patas de blanco. Ha pintado también, con permiso de su casera, el marco de las ventanas victorianas. Las abre, lía un cigarro y mira el patio trasero.
Por la rama de un manzano ve trepar a una ardilla. Aquí hay manzanos, hay ardillas, hay hasta zorros, con suerte.
La ardilla no dice nada, pero aun así Rebeca, como no sabe qué escribir, se acuerda del cuervo del cuento de Poe. Abre el armario, saca los tacones. Piensa en la madre de Teo, a la que nunca conoció. Y en Teo. Sujeta los tacones, como si sus dedos fueran pies, y se queda mirándolos.
Edgar Allan Poe, además del cuento del cuervo, escribió: «Todo lo que vemos o parecemos es solamente un sueño dentro de un sueño».
¿Qué decir, entonces? ¿Cómo se cuenta un sueño?
Incluso ahora que todavía no ha empezado a escribir el poema, Rebeca sabe que nunca se atreverá a mandarlo.
Después de cuarenta y cinco minutos de Overground, llega al restaurante. Le dice a su jefe, un albanés de sonrisa perenne, que no volverá. No le importa. Le da el finiquito, le da una caja de cerillas, la deja ir.
Compra una bolsa de gominolas y se sienta en un banco conmemorativo. Es uno de esos bancos de madera en los que los británicos graban el nombre de sus seres queridos junto a las dos fechas entre las que aprovecharon, o no, el mundo. Me parece una costumbre fantástica. Mucho mejor un banco que una lápida, créeme.
Está en St. James Park, enfrente de un lago. De extremo a extremo del lago hay un puente lleno de niños, una excursión escolar.
Rebeca se quita la chaqueta y come. En cuanto ve acercarse al primer pelícano le tira una golosina de las moradas, las que menos le gustan. Esa es su perdición. El pájaro la cerca, quiere más. Le da otra. Cuando se quiere dar cuenta está rodeada de pelícanos y sin nada. Qué más da. La imagen es, aunque habitual aquí, bellísima. La disfruta.
Cierra los ojos para fijarla en su mente, para asegurarse de que, llegado el momento, la sabría dibujar.
Oye, de pronto, una ráfaga de viento. El tictac de un reloj. Abre los ojos. Enciende una cerilla. Sopla. Los pelícanos han volado. En la superficie del lago, acercándose, distingue el hocico de un caimán.
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Rainer Maria Rilke dice en un libro que se llama Cartas a un joven poeta, y que aunque no tengas intención de ser poeta te recomiendo apasionadamente leer: «Tal vez todos los dragones de nuestra vida sean princesas que solo esperan a vernos alguna vez hermosos y valientes. Tal vez todo lo espantoso en su más profunda base sea lo indefenso, lo que quiere una ayuda de nosotros».




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