Las voladoras, Mónica Ojeda


Soroche
                           Ana
¿Que en qué estaba pensando mientras subíamos la montaña, niño? Pensaba en mí misma abierta de piernas sobre la cama. En mis muslos gordos, arrugados, con mesetas y hundimientos de piel de naranja. En mis venas azules, rojas y verdes hinchadas igual que lombrices de mar. En mis dedos haciendo círculos sobre mi clítoris creyéndome sexy cuando claramente, evidentemente, rotundamente, no lo soy. En mis ubres moradas. En mi lengua de bulldog retrasado. En mis labios vaginales oscuros, grandes y decadentes. En cómo él me hace girar y la cámara cae en una esquina y se ven solo mis tetas igual que dos berenjenas descomponiéndose. Pienso en mis mugidos, muuu. En mi expresión bovina. En el vello negro y espeso que cubre mi barriga flácida. En la cara patética que pongo cuando me creo sexy. En la cicatriz de la cesárea como un ciempiés marcándome de lado a lado. En mi cuerpo de luchador de sumo, de elefante, de foca, agitándose nauseabundamente, ridículamente, repugnantemente. En cómo él coge la cámara y me enfoca el ano con hemorroides y me mete el dedo y sangro y suelto caca. En la voz que pone cuando me dice «eres una puta asquerosa», «puta, puta, puta, puta, puta», «te vomitaré encima por hedionda», «zorra inmunda», «zorra cagona». En cómo mujo, muuu. En mi culo chato. En los movimientos ridículos que hago cuando creo que me veo sexy. En que soy, sin lugar a dudas, la persona más vomitiva del planeta. En las caras de mis amigas viéndome. En las caras de mis hijos viéndome. En las caras de mis vecinos y conocidos viéndome. En las náuseas que seguro sintieron todos ellos al verme. En mi cuerpo infecto, indigesto, repelente, repulsivo, creyéndose sexy. En lo patético y triste que es el sonido de mi grasa chocando contra el cuerpo firme y atlético de él. En la piel marrón oscuro de mis muslos internos. En la verruga de mi espalda. En lo intolerablemente obesa que me veo, sobre todo en plano cenital. En la uña mal cortada de mi dedo meñique. En los cayos amarillentos de mis talones. En mis arrugas de hiena. En lo patético y triste que es el sonido de la gordura de mi monte de venus chocando contra su abdomen. En mis axilas sin depilar. En mi piel de armadillo, de manatí, de tortuga, de rata, de caimán, de tapir, de cucaracha. En que él no eyacula y se le baja la erección. En que es lógico que se le baje la erección. En que es un milagro que se le haya puesto dura en primer lugar. En la resequedad de mis codos que con la luz del cuarto parece psoriasis. En que el plano cenital no solo me hace ver intolerablemente obesa, sino que también muestra la incipiente pero ineludible calvicie de mi coronilla, pálida, brillante, como una rodilla vieja. En que tengo tetas en la espalda de tanta grasa acumulada y colgante. En los pelos que salen alrededor de mis pezones. En que sudo como una cerda y mi sudor cae sobre la sábana y sobre mi cuerpo de rinoceronte africano. En las arcadas que me produce ver tanto sudor y el tono amarillento que deja sobre la almohada. En que no solo soy fea, sino repugnante, nauseabunda, hipopotámica. En la mancha de sangre y excremento que queda en el edredón y que se ve en casi todas las tomas. En los rollos que tengo hasta en el cuello. En la baba hedionda que dejo caer sobre la cama y que me hace parecer más que nunca un bulldog. En que noto que después del video las personas me miran asqueadas aunque lo disimulan para no herir mis sentimientos. En que el hecho de que lo disimulen para no herir mis sentimientos hiere mis sentimientos. En que no estoy rodeada de amor, sino de pena. En la enorme papada que se traga por completo mi mentón. En que ya no soy joven, ni bonita, y que nadie jamás volverá a desearme porque el deseo es algo que solo inspira la belleza y la belleza es joven y yo ya no soy joven, ni guapa, sino un gorila, una orca, un bisonte. En lo horrible que es ser tan espantosa y sin embargo estar tan viva y existir en medio de la belleza más absoluta, por siempre y para siempre esperando a que alguien desee lo indeseable, por siempre y para siempre esperando que alguien quiera mi cuerpo y con su amor lo haga bello. En el tamaño y el color de mis hemorroides. En mi ombligo que se dobla y cierra por culpa de la grasa de mi barriga. En mi ausencia de cintura. En la quemadura de mi pie. En las enormes alas de gordura de mis brazos. En cómo me sujeto las piernas y las abro tanto que se ve claramente que él mete el puño en mi vagina y entra aire y suena a pedo. En lo largos que pueden resultar dos minutos y treinta y siete segundos de video. En el tamaño y color de mi clítoris. En que ya nunca más volveré a recibir ni a dar un beso apasionado. En mi lengua de babosa arqueándose. En la forma en que le pido que me abrace y no me abraza. En que ya nadie nunca más me volverá a abrazar desnuda. En cómo aprieto los dientes fingiendo un orgasmo que solo yo sé que no me llega. En lo deforme y monstruosa que se ve mi cara cuando lo finjo. En lo patético que es que yo haya pensado, toda mi vida, que gemía y no mugía. En la crueldad del tiempo. En que cuando el video se detiene la imagen que queda es la de mis ojos blancos. En el amor y la fealdad. En que la fealdad siempre gana.
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Estaba meando sobre las piedras como un animal de páramo porque eso es lo que soy, una criatura que orina sobre lo bello.
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Cuando uno está arriba piensa que ver bien será difícil, pero no es verdad. Ves nítidamente lo que eres y lo que son los otros, que abajo todo es pequeño y miserable y que de allí provienes. Ese es el verdadero mal de altura.

Terremoto
La casa podía haberse caído, venirse abajo con el sonido ronco y pedregoso de la tierra, pero ella decía que morir aplastadas por el hogar era mejor que sobrevivir sin refugio; que morir con nuestras sangres indistinguibles, rojas como la luna, mezcladas entre los cimientos era poético. 
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Su lengua era larga como una cuerda que yo hubiera querido saltar.
Su lengua era una cuerda que me ataba a cada esquina de la casa que no se caía nunca. 

El mundo de arriba y el mundo de abajo
«Este dolor es imposible», dijo mi mujer entonces mientras besaba el pie congelado de mi hija. «Yo también moriré, no hay otra manera».
...
Tomo la diminuta mano de Gabriela y le digo:
«Quise verte crecer. Imaginé que crecías. Tenías el cabello largo hasta los talones, lustroso. Eras bella como tu madre. Te imaginé corriendo con las piernas fuertes, acariciando a las ovejas, hablando de caballos que luego montabas sin ningún miedo».
Su mano es una libélula dormida en el agua.

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