Cien noches, Luisgé Martín


Vivimos creyendo que hemos olvidado o vencido nuestros fantasmas y lo único que hemos conseguido ha sido esconderlos en alguna zona oscura. Fantasmas transparentes, sin sábana cubriéndoles el cuerpo y sin cadenas. Fantasmas sin abolengo ni reputación. Fantasmas inventariados por Sigmund Freud con número de registro, instrucciones de uso y variaciones narrativas. Nuestra instrucción moral es una serpentina que viene siempre de tiempos muy antiguos y que a menudo ni siquiera recordamos.
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Los demás ven de nosotros lo que puede ser codificado, entendido en patrones y preceptos. No pueden ver los cortocircuitos, las sinuosidades, las estampidas. Y la vida casi siempre tiene su curso en esos agujeros incomprensibles. En esos pasadizos de cloaca.
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«Todo lo que creemos sentir tiene su raíz en el cuerpo.» Y más abajo, también en letras mayúsculas: «El sistema nervioso es el alma.»
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—Santa Maria Addolorata —repitió—. Qué gran nombre para una puta.
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—Lo harás —dijo sin dejar de llorar—. Lo harás porque no soy bueno. —Y luego, con unas palabras de aire bíblico que al principio creí no haber entendido bien, añadió—: Yo no soy quien soy.
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«Yo no soy quien soy», había dicho Claudio. Aunque hacía tiempo que estaba muerto, me acordé de él aquel día. Nadie es quien es. Nadie sabe en realidad quién es.  
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Llegué a cuatro conclusiones, que en aquellos días formulé con precisión pero que ahora —desde hace muchos años— están llenas de dudas. La primera de ellas, que el amor es un sentimiento más sólido que el deseo y que por lo tanto se asienta en niveles orgánicos distintos. La segunda, que existen dos tipos de erotismo no solo diferentes, sino casi siempre antagónicos: uno encaminado a atemperar las pasiones y otro encaminado a inflamarlas; uno biológico y otro casi artístico. La tercera, que la mentira no corroe el amor. Y la cuarta, que las personas monógamas, como las personas sedentarias o las personas ignorantes, mueren sin conocer de verdad el mundo.
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La nostalgia debe ser un acto solitario: la nostalgia de los otros siempre nos destruye.
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Un día mi madre descubrió por casualidad que mi padre se había acostado con otra mujer. Había sido un encuentro inesperado y un descubrimiento inesperado, pero eso resulta indiferente ahora. A partir de ese momento, mi madre perdió la felicidad. Empezó a volverse loca, a asistir diariamente a celebraciones religiosas y a tener visiones sobrenaturales. Dos años después, cuando yo tenía once, murió. Se suicidó. Los médicos dijeron que tenía una depresión causada por la menopausia anticipada y por otras razones sociales, pero yo siempre supe que se mató porque no podía soportar vivir sin el amor de mi padre.
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Me puse a elaborar una teoría —en aquellos años lo hacía continuamente— según la cual los criminales sexuales eran arquetipos humanos anteriores a la civilización. Es decir, seres cuyos instintos primordiales no habían sido aún reprimidos por la cultura ni la religión. 

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