Soy Milena de Praga, Monika Zgustová

 


I

Nos sentamos un rato, repartimos las flores a desconocidos que no dejaban de maravillarse y salimos emocionadas del Arco, dejando atrás una ola de asombro y de murmullos sobre las estudiantes de Minerva: Chicas de Minerva, me ponéis de los nervios, decían los desconocidos mientras sorbían coñac, vino y café turco.
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—¿ Le apetece?—le dije, riendo para romper la tensión.—Sí, me apetece mucho—contestó en un susurro, como si estuviéramos los dos solos en la mesa—. En una cuchara—añadió. Llené una cucharada de chocolate, parecía que iba a desbordarse en cualquier momento, y la apoyé en la palma de la mano mientras la llevaba al otro lado de la mesa. El hombre acercó la cabeza y los labios. Se llevó firmemente la cuchara a la boca y dejó que yo sostuviera el otro extremo. Saboreó la condensada bebida como si fuera lo mejor que jamás hubiera probado, sin apartar de mí sus ojos oscuros que brillaban con unos reflejos dorados. Después de unos largos segundos—Kisch, mientras tanto, había empezado a leer su texto— entrecerró los ojos y soltó lentamente de la boca la cuchara que yo seguía sosteniendo. Parecía como si las lámparas del café se hubieran apagado. Al cabo de un rato volvió a abrir los ojos y buscó mi mirada. Llenó una cuchara de su café con nata montada y la acercó lentamente a mis labios hasta introducirla en la boca. El trago fue agridulce y me pareció estar saboreando a ese hombre.
II

Mi acompañante hablaba de su padre, tan autoritario que le estaba aniquilando. Frank le había escrito una carta, de decenas de páginas, pero no se atrevía a enviársela ni a entregársela.—Te entiendo perfectamente, Frank. Me pasa lo mismo con mi padre. Quizá deberías enviarle la carta a mi padre en vez de al tuyo.
III

Escalar montañas era algo importante en mi vida. Pasé mi primera noche de amor con Ernst en Špičák, en Šumava. Durante el primer día de nuestro encuentro, Frank y yo subimos a la montaña más alta del Bosque de Viena y nos tumbamos juntos bajo un árbol. Jaromír y yo organizamos pícnics en las colinas sobre el río Berounka y luego en los montes Tatra. Y ahora, tras su regreso de la Unión Soviética a la Praga donde en cualquier momento podía estallar la guerra, tomamos un taxi hasta el jardín de los rosales, la cima de la montaña. Una vez aquí ya no hay subida posible, solo descenso. Yo lo sabía y Jaromír seguramente también.
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—Decía que la mayor promesa que una mujer puede hacerle a un hombre, y un hombre a una mujer, es esa frase profunda que se dice a los niños con una sonrisa: ¡No te abandonaré! En esa frase está todo, la lealtad de una persona a otra, la veracidad, la decencia, la pertenencia y la promesa de amistad. Esa frase es como un hogar.
IV

Greta me cogió de la manga y me acompañó a una habitación donde había escobas y palas y trapos y cubos, un escritorio con una máquina de escribir y una estufa ardiendo. La había encendido para nosotras, pensé. Quería acariciar la mano de mi amiga, pero mientras tanto ella cogió uno de los trapos limpios y me secó el pelo; luego me lo peinó con los dedos. Sonrió suavemente al ver que los mechones enseguida volvían a rizarse, rebeldes como pequeñas serpientes. Me eché a reír, por nada en particular, simplemente por la alegría de haber encontrado a alguien que me cuidara. Entonces Greta preparó el té: calentó el agua sobre la estufa, echó en ella unas hojas de té y endulzó la infusión. Le entregué a mi amiga mi regalo, la bolita de cristal con un arco iris dentro. Le conté que la tenía desde niña, regalo de mi madre, y que la contemplaba en casa junto a ella cuando mi madre estaba enferma y yo soñaba con milagros que la curarían y me imaginaba que nos iríamos juntas, madre e hija, a unas tierras mágicas que se parecerían al interior iridiscente y cambiante de aquella bolita.
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¿Habéis visto alguna vez la cara de un preso tras las rejas de la cárcel? ¿La cara pegada a los barrotes? Comprenderíais que la ventana, y no la puerta, es la abertura hacia la libertad. Más allá de la ventana está el mundo. Más allá de la ventana está el cielo. Recordad las veces cuando, ya sin fuerzas ni aliento, mirasteis hacia la ventana.
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—Cuando ven que pueden desafiar a alguien, les gana la prepotencia, la propensión a la violencia y la necesidad de someter a esa persona —dijo Greta, casi en un susurro, y me besó en el hombro.




























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