Los aerostatos, Amélie Nothomb
▪ –Me gustaría que me lo contara.
–Su padre era un pater familias autoritario, mezquino, orgulloso de sus pobres privilegios de padre.
–¿Se portó especialmente mal con él?
–No. Cuando odias a alguien, cualquier acto resulta insoportable. Con un rencor excepcional, Kafka menciona que en la mesa solo su padre tenía derecho a sorber el vinagre. A través de su pluma, esa vejación, en sí benigna, adquiere la categoría de crimen.
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▪ –De acuerdo. ¿Vamos a mi cuarto? Al fin y al cabo es mi profesora. Enséñeme.
–Soy profesora de Literatura.
–Enséñeme literariamente.
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▪ –Bruselas es una ciudad bonita –dije–. Curiosamente, tiene que hacer muy buen tiempo para que se note.
–¿Por qué lo dice?
–Porque casi todas las casas dan a ambos lados. Cuando hace sol, la luz atraviesa las habitaciones. Entonces, Bruselas parece construida con rayos.
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▪ Dicho así, parecemos un pueblo de héroes, y sin embargo no lo somos. En realidad, somos unos brutos. Su condiscípulo, el que la insultó, se comportó como tal. Usted y yo somos seres delicados, nacidos en un pueblo de brutos. Esa es la razón por la que somos unos solitarios.
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▪ –Seguro que hay algún modo de divertirse, pero ese nunca ha sido mi caso. Igual que usted, siempre he sido un solitario. Y no me quejo, me gusta la soledad. La única razón válida para abandonarla es el amor.
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▪ –Sería genial ponerles nombres de bombones de chocolate a tus hijos.
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▪ –Hay una historia al respecto. Cézanne tenía un amigo al que todo el mundo consideraba estúpido, sin interés. Un día que no estaba, su entorno le preguntó a Cézanne cómo podía sentir amistad por un tipo como ese. Puesto entre la espada y la pared, Cézanne acabó por responder: «Elige bien las aceitunas».