Aquélla mujer apoyada en el muro de la pena, Peter Bondy



    Acababa de salir del hospital después de hacerse la radiología sobre su brazo izquierdo. Lo había dejado mucho tiempo hasta que ya apenas podía colocarse el abrigo sin ayuda. La consulta estaba junto al mar, hoy tranquilo, una balsa de futuro incierto.

    Le acompañaban dos hijos, ahora charlando en el paseo, lejos de ella, aunque le llegaba el rumor de sus conversaciones. Estaba cansada, no triste hoy porque había salido de casa, pero aún así y todo tuvo que apoyarse en la pared de la cafetería del paseo, somnolienta por el sol que la cegaba aunque fuesen las ocho de la mañana. Si estuviera mi marido aquí, todo sería distinto, pensó mientras un corredor muy viejo pasaba junto a ella tirando de un caniche. Ojalá lloviese esta tarde a la hora de la siesta, dijo en voz baja mientras se imaginaba durmiendo al ritmo del agua golpeando en el alféizar.

    Uno de los hijos la vio apoyada en la pared y de repente sintió mucha pena, una pena que iba más allá de la soledad que sentía en ella, más allá de la imagen de total abandono del mundo hacia ella. Y esa sensación le dio verguenza ante el recuerdo de algunos sucesos. Se sintió miserable, pero es que a veces lo ponían contra todo, pensó.

    Ya han abierto, gritó a sus dos hijos. El sol serpenteaba entre los cristales y se podía ver el mar reflejado en ellos como si fuesen fotogramas de una película. Me gustaría quedarme aquí todo el día, no tener que regresar jamás a casa, murmuró cuando caminaba hacia la entrada. Quedarme aquí hasta que desaparezca el sol, quedarme aquí hasta que vuelva él.
 

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