Vidas imaginarias, Marcel Schwob


Los señores Burke y Hare
De alguna manera, el señor Hare le sirvió de Dinazarde. Según parece, el poder de invención del señor Burke fue particularmente excitado por la presencia de su amigo. La ilusión de sus sueños les permitió valerse de un altillo para alojar allí pomposas visiones. El señor Hare vivía en un cuartito, en el sexto piso de una casa de altos muy poblada de Edimburgo. Un canapé, una gran caja y algunos enseres de tocador sin duda, componían casi todo el mobiliario. En una mesita, una botella de whisky con tres vasos. Era norma que el señor Burke no recibiera sino a una persona a la vez, nunca la misma. Su procedimiento consistía en invitar a un transeúnte desconocido, a la caída de la noche. Deambulaba por las calles para examinar los rostros que despertaban su curiosidad. A veces elegía al azar. Se dirigía al extraño con toda la amabilidad de que hubiera podido hacer gala Harún-al-Raschid. El extraño trepaba los seis pisos hasta el altillo del señor Hare. Se le cedía el canapé; se le daba a beber whisky de Escocia. El señor Burke le preguntaba cuáles eran los incidentes más sorprendentes de su existencia. Era un insaciable oyente el señor Burke. El relato era interrumpido siempre por el señor Hare, antes que despuntara el día. La forma de interrupción del señor Hare era invariablemente la misma y muy imperativa. Para interrumpir el relato, el señor Hare acostumbraba ir detrás del canapé y aplicar sus dos manos en la boca del narrador. En el mismo momento, el señor Burke iba a sentarse en el pecho de éste. Los dos, en esa posición, imaginaban, inmóviles, el fin de la historia, que no oían nunca. De esta manera, los señores Burke y Hare acabaron una gran cantidad de historias, de las cuales el mundo no conocerá nada.



 

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