El peligro de estar cuerda, Rosa Montero

 


Chupando cobre

Estar loco es, sobre todo, estar solo.
Estupor e impostura

Hay un caso terrible de síndrome de impostura que es el del filósofo francés Louis Althusser. Fue un hombre que padeció gravísimos problemas mentales; a los veintinueve años le diagnosticaron una psicosis maniacodepresiva y fue internado una veintena de veces en distintos psiquiátricos. En 1980 comenzó a darle un masaje a su mujer, la socióloga Hélène Rytmann, con quien llevaba viviendo treinta y cinco años, y terminó estrangulándola hasta la muerte. Le declararon no apto para ser juzgado por haber sufrido un rapto de locura, y volvieron a internarlo durante tres años. En 1992, dos años después de su muerte, se publicó su autobiografía, El porvenir es largo, en la que cuenta de manera desgarradora que se consideraba un cobarde y un impostor. Que albergaba deseos homosexuales que nunca materializó; que pasaba por eminente filósofo cuando lo cierto era que tenía ingentes lagunas de conocimiento: no sabía nada de Aristóteles, ni de los sofistas, ni de los estoicos, ni de Kant (me lo imagino en un estupor diciéndose: ¿Aristóteles? ¿O es Aristarco? ¿O quizá Anaxarco?). Y que fue considerado un héroe en la Segunda Guerra porque estuvo en un campo de prisioneros alemán durante cinco años, pero que en realidad había sufrido un «terror total» a combatir, que inventaba enfermedades para rehuir misiones y que cuando le capturaron los alemanes se sintió aliviado. Desgraciado Althusser, que vivió, como dijimos antes, aplastado por el imperativo heroico de ese tío y primer novio de la madre de quien llevaba el nombre, muerto en combate en la Primera Guerra. De hecho, fue al volver del campo de prisioneros cuando la psicosis de Althusser brotó oficialmente: tuvo la malísima suerte de que le tocara vivir otra guerra mundial en la que medirse frente a su fantasma. Perdió, por supuesto.
El buitre impaciente

Aunque quizá no, porque en realidad lo que llamamos locura es algo que causa un pavor general. Produce tanto miedo, y tan irracional, que las personas que sufren alguna enfermedad mental son estigmatizadas y aisladas socialmente, cosa que empeora de manera fatal su dolencia. Porque estar loco, ya lo he dicho antes, es sobre todo estar solo. Es una ruptura de la narración común, es salirse de la convención social.
Tormenta perfecta uno

Qué increíblemente hermosas eran esas tres hermanas de físico poco agraciado; qué potencia la suya, cómo ardían. Consiguieron dejar una obra memorable, aunque murieron a los veintinueve (Anne), treinta (Emily) y treinta y ocho años (Charlotte). Agonizando de tuberculosis, Emily, que era la más dotada, escribió en uno de sus últimos poemas: «Sí, mis días corren veloces a su fin; / esto es todo lo que pido: / en vida y muerte un alma libre / y valor para aguantar». Lo firmo.
Contra el miedo

Déjame terminar con una frase que me parece tan hermosa que la voy a poner en una línea aparte para resaltarla. Es de Rilke: «He hecho algo contra el miedo. He permanecido sentado toda la noche y he escrito».
Tormenta perfecta dos

La inmensa mayoría de los suicidas no quieren morir. Pero les sobreviene un torbellino de coincidencias nefastas que cristalizan, me parece, en un apagón. Esto es, les atrapa el ojo del huracán de la tormenta perfecta y no son capaces de sostener su vida. Con que desapareciera uno tan solo de los ingredientes de la maldita tempestad se salvarían.
Como nació el niño

Escucha: si alguna vez sientes que avanza el amok, si la lava se acerca con su aliento de fuego, piensa que este que ahora eres no eres tú. Que tus pensamientos están momentáneamente desconectados; que tu juicio es tan poco juicioso como el de quien se ha tomado una dosis de ácido lisérgico. ¿No es absurdo y penoso que alguien, en una subida de LSD, crea ser Superman y se arroje por una ventana? Pues el suicida desesperado juzga su situación de la misma tóxica y confundida manera. Aguanta. Aguanta hasta que baje el nivel del alucinógeno. Aguanta hasta que cambie la situación, porque inevitablemente cambiará. Aguanta siquiera un día más. Sé tu propio policía, saca la pistola y ordena: sal de ahí. Y saldrás.
Esas noches magníficas

El billete de barco lo compra gracias a la aportación de un donante anónimo (ella supone que es el poeta Charles Brasch). Cuando se acerca el día de la partida, se le hace demasiado evidente su soledad: Me había pasado siete años lejos de Nueva Zelanda, con mis últimos años ocupados enteramente en escribir, dividiendo mi tiempo entre escribir, paseos solitarios, sueños en un cine. No tenía amigos cercanos que quisieran estar en un muelle de Londres agitando sus manos en un triste adiós. Incapaz de soportar una partida solitaria, le pregunté a la bibliotecaria que me había dado el pase para la sala de lectura si no le importaría ir a despedirse de mí. Aceptó. Mi agente literaria, Patience Ross, me dijo adiós en la estación Victoria, y cuando el tren llegó a los muelles del este de Londres, allí estaba Millicent, la bibliotecaria, que se había cogido una libranza algo más larga en la hora de su comida con el fin de poder despedirse. Tomamos el té en el barco. Le di las gracias. Regresó a su trabajo. Es un mundo desamparado y yerto, es un sobrecogedor desierto emocional. El caso es que Frame llega por fin a su país y después a su pueblo, Oamaru.
El abogado le dice que la propiedad es una porquería, que nadie va a querer comprarla, y que su hermano se va a casar y necesita un hogar, de modo que lo mejor que puede hacer es venderle su parte. Pero Janet Frame, nuestra pobre, solitaria, mentalmente inestable, apaleada, deprimida, electrocutada, estigmatizada, desdentada, abandonada y maravillosa Janet Frame, tiene muy claro lo que va a hacer: «Ya había tomado la decisión de regalarle a mi hermano mi parte—dice—, porque yo sabía que tenía poco dinero y también sabía que a lo largo de su vida él no había sido tan afortunado como yo». ¡Madre mía, tan afortunado como ella, cuando la vida de Frame era un absoluto espanto y lo único que poseía era la escritura! Pues bien, ¿sabes lo que te digo? Que tenía razón.


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