Austerlitz, W.G. Sebald



Wittgenstein llevaba también continuamente su mochila, en Puchberg y Otterthal lo mismo que cuando iba a Noruega, o a Irlanda, o a Kazajstán, o a casa con sus hermanas para pasar la Navidad en la Alleegase. Siempre y por todas partes, esa mochila, sobre la que Margarete escribe una vez a su hermano que la quiere casi tanto como a él, viajó con Wittgenstein, creo, incluso a través del Atlántico, en el Queen Mary, y luego de Nueva York a Ithaka. Cada vez más me parece ahora, cuando tropiezo en alguna parte con una fotografía de Wittgenstein, como si Austerlitz me mirase desde ella o, cuando miro a Austerlitz, como si viera en él a aquel desgraciado pensador, tan encerrado en la claridad de sus reflexiones lógicas como en la confusión de sus sentimientos, tan notables eran las semejanzas entre los dos, en la estatura, en la forma de estudiarlo a uno como por encima de una barrera invisible, en su vida sólo provisionalmente organizada, en su deseo de arreglárselas siempre con lo menos posible y en su incapacidad, no menos característica en Austerlitz que en Wittgenstein, para demorarse en cualquier tipo de preliminares.
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se pasaba la mayor parte del tiempo al aire libre, haciendo largas excursiones, incluso con tiempo pésimo, o se sentaba cuando hacía bueno, con su bata blanca y el sombrero de paja puesto en una silla plegable, en los alrededores de la casa, y pintaba acuarelas. Al hacerlo llevaba siempre unas gafas que tenían en lugar de cristales un tejido de seda gris, de forma que veía el paisaje a través de un fino velo, con lo que los colores palidecían y el peso del mundo se deshacía ante sus ojos.
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nos contó entonces sobre la vida y la muerte de las polillas, y todavía hoy profeso a esas criaturas, entre todas, el mayor respeto. En los meses más cálidos ocurre no pocas veces que alguno de esos insectos voladores nocturnos se extravíe en mi casa, viniendo del trozo de jardín que hay detrás de ella. Cuando me levanto a la mañana temprano, lo veo todavía inmóvil en algún lugar de la pared. Saben, creo yo, dijo Austerlitz, que han equivocado su camino, porque, si no se los pone otra vez fuera cuidadosamente, se mantienen inmóviles, hasta que han exhalado el último aliento, efectivamente, se quedan, sujetos por sus garras diminutas, rígidas por el espasmo de la muerte, aferrados al lugar de su desgracia hasta después de acabar su vida, hasta que un soplo de aire los suelta y los echa a un rincón polvoriento.
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Tan sumido había estado Austerlitz en su historia galesa y yo en escucharla, que no nos dimos cuenta de lo tarde que se había hecho. Hacía tiempo que se habían servido las últimas rondas, y los últimos clientes, salvo nosotros dos, habían desaparecido. El barman había recogido los vasos y ceniceros, limpiado las mesas con un trapo y colocado bien las sillas, y esperaba ahora en la salida, con la mano en el interruptor de la luz, porque quería echar el cierre detrás de nosotros. La forma en que él, a quien el cansancio enturbiaba ya la vista, nos dijo Good night, gentlemen, inclinando ligeramente la cabeza a un lado, me pareció una muestra extraordinaria de respeto, casi una absolución o una bendición.
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Con camisa blanca almidonada y un chaleco gris de paño, el pelo impecablemente peinado con raya, estaba de pie, francamente expectante, detrás de la recepción, una de esas personas raras y a menudo misteriosas, pensé al mirarlo, que están indefectiblemente en su puesto y de los que no cabe imaginar que tengan nunca la necesidad de acostarse. Después de haber quedado con Austerlitz para el día siguiente, Pereira, tras haber sabido mis deseos, me guió por una escalera al primer piso, a una habitación decorada con mucho terciopelo rojo, brocado y muebles de caoba oscura, donde estuve sentado hasta casi las tres de la mañana, en un escritorio débilmente iluminado por los faroles de la calle—la calefacción de hierro crepitaba suavemente y sólo raras veces pasaba fuera, por la Liverpool Street, alguno de los taxis negros—, para anotar con palabras clave y frases inconexas tanto como pude de lo que Austerlitz me había contado durante toda la velada.
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Efectivamente, los muertos estaban fuera del tiempo, los moribundos y los muchos enfermos que están en su casa o en los hospitales, y no sólo ellos, bastaba cierto grado de infortunio personal para cortarnos de todo pasado y futuro.
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En el brazo derecho llevaba un gran ramo de crisantemos de color herrumbre y, cuando sin decir palabra, habíamos atravesado el patio y estábamos en el umbral, levantó la mano libre y me apartó el cabello de la frente, como si, con aquel gesto, supiera que tenía el don de ser recordada. Sí, todavía veo a Adela, dijo Austerlitz; tan bella como era entonces ha seguido siendo para mí, inalterada. No pocas veces, al final de los largos días de verano, jugábamos juntos al bádminton en la sala de baile, desde la guerra vacía, de Andromeda Lodge, mientras Gerald se ocupaba de sus palomas para la noche. Golpe a golpe volaba de un lado a otro el emplumado proyectil. La trayectoria que seguía y durante la cual giraba sobre sí mismo, sin que se supiera cómo, era como una cinta blanca tendida en la hora del atardecer, y Adela flotaba en el aire, lo hubiera podido jurar, mucho más tiempo del que la fuerza de gravedad permitía, a unos palmos del parqué. Después del bádminton, nos quedábamos casi siempre un rato aún en la sala, mirando, hasta que se extinguían, las imágenes que arrojaban los últimos rayos de sol, al atravesar horizontalmente las ramas en movimiento de un espino albar, sobre la pared que había frente a las altas ventanas ojivales. Aquellos escasos dibujos que, en continua sucesión, aparecían en la superficie iluminada, tenían algo de fugaz, de evanescente, que por decirlo así nunca sobrepasaba el momento de su aparición, y sin embargo allí, en aquel entrelazamiento de sol y sombra que continuamente se renovaba, podían verse paisajes de montaña con glaciares y campos de hielo, mesetas, estepas, desiertos, campos de flores, islas marinas, arrecifes de coral, archipiélagos y atolones, bosques doblegados por la tormenta, hierba tembladera y humo a la deriva. Y una vez, todavía lo recuerdo, Adela me preguntó, inclinándose hacia mí: ¿ves las copas de las palmeras y ves la caravana que atravieza las dunas?…
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Recuerdo sólo que, al ver al chico sentado en el banco, tuve conciencia, por su estupor apático, de la destrucción que el estar solo había producido en mí en el curso de tantos años, y me invadió un terrible cansancio al pensar que nunca había estado realmente vivo, o que acababa de nacer ahora, en cierto modo en vísperas de mi muerte.
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No me parece, dijo Austerlitz, que comprendamos las leyes que rigen el retorno del pasado, pero cada vez me parece más como si no hubiera tiempo, sino diversos espacios, imbricados entre sí, entre los que los vivos y los muertos, según el talante en que se encuentran, van de un lado a otro, y cuanto más lo pienso tanto más me parece que nosotros, los que todavía nos encontramos con vida, a los ojos de los muertos somos irreales y sólo a veces, en determinadas condiciones de luz y requisitos atmosféricos, resultamos visibles.

 

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