Aquélla noche en la vía láctea, Peter Bondy

     




    Las luces del palacio encendían la soledad de los pocos desesperados que caminaban a esa hora de la noche. Había llovido con intensidad y el suelo parecía un lago cubierto de pisadas de pájaros. Ella apareció desde el fondo de un portón abandonado, como el lobo que sale de su guarida tras oler algo que llevarse a la boca después de un día sin comer.

-¿Me lías un cigarrillo de los tuyos?

    Era enjuta, cara cubierta de cicatrices y muy morena, como una galleta de chocolate raída por los años, Llevaba un gorro de lana rosado, casi hundido hasta las cejas, una mirada limpia, azul, teñida de luces amarillas. Mirada directa, sin apartar sus ojos, tal vez triste, tal vez acobardada.

    -Si, claro, un momento -dije sacando un papel de liar y algo de tabaco.

El campanario gritó las doce. Retumbó en la plaza como cañonazos de una guerra no sabida. Acabé de liar el cigarrillo y se lo ofrecí mientras extendía su mano oculta bajo unos guantes arco iris grisáceo, mojados, temblorosos.

    -¿Qué haces por aquí a estas horas?

    -En verdad nada, solo pasear un poco después de cenar.

    Ella tomó el cigarrillo y lo prendió con un mechero  invisible. Le dio una calada profunda y cerró los ojos. Se giró hacia un costado y dijo:

    -Esta noche salen leones para cazar las pocas gacelas que quedan en el parque. No tardes mucho en regresar a casa. Es peligroso.

    Musitó un gracias y desapareció en la oscuridad del portón. 


                                                                    ***


    Caminé alrededor del parque hasta bien entrada la madrugada. Dos policías se cobijaban en una garita, se les escuchaba hablar y de vez en cuando uno de ellos salía, se alejaba unos pasos, miraba a los lados y regresaba. Pensé entonces que la mujer bien podría guarecerse del frío junto a ellos, no sé por qué la intuí sin casa, sin familia, sin nadie, tal vez llevado por la idea de que la noche solo trae abandonados a las calles. Y me sentí mal al recordar que me había dejado un paquete de tabaco sin empezar encima de la mesa y que bien podría habérselo dado a ella. Así que regresé, lo guardé en un bolsillo del abrigo y regresé a buscarla.


                                                                    ***


    La encontré de nuevo bajo otro portón, junto a una cafetería ya cerrada y cuyos camareros apilaban las sillas verdes de metal haciendo torres. Ella estaba encojida, sentada en el suelo, mirando al frente, repasando las esquinas del inmenso teatro frente a ella. 

    -Hola de nuevo, te traigo un paquete que tenía por casa y que no voy a fumar -mentí.

    -Te dije que volvieras a casa porque es peligroso estar aquí a estas horas.

    -Sí, lo recuerdo.

    Se levantó y agarró el tabaco con la mano izquierda. Me miró y me guiñó un ojo a la vez que me tocaba la cintura.

    -Los leones se esconden y tú no puedes verlos. Siempre ha sido así.

    Sonreí y noté un pinchazo en la pierna izquieda. Fue como si alguien me hubiera quemado con un hierro. Al mirarme la mano observé un hilo rojo resbalando por los dedos.

    Ella musitó un dulce y esquivo adiós mientras desaparecía tras la puerta. No pude ver nada más. Me desmayé en ese instante y lo último que noté fue un golpe en la espalda y un ruido seco al caer sobre el pavimento.

    Al cabo de unas semanas, cojeando todavía regresé al parque. Estaba en obras, una remodelación completa según pude leer después en el periódico. Busqué la garita y la habían desmantelado, la cafetería también había tenido la misma suerte, solo quedaban montones de tierra y niños jugando con figuras de animales, como imitando un zoo en el que tampoco vi leones.

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