Noche fiel y virtuosa, Louise Gluck
▪ VISITANTES DE FUERA
I
Algún tiempo después de haber entrado
en esa época de la vida
que la gente prefiere mencionar en los demás
pero no en ellos mismos, en mitad de la noche
sonó el teléfono. Sonó y sonó
como si el mundo me necesitara,
aunque en realidad fuera a la inversa.
Me quedé en la cama, tratando de analizar
el sonido. Tenía algo
de la persistencia de mi madre y de la turbación
dolida de mi padre.
Cuando descolgué, no había nadie al otro lado.
¿O es que el teléfono funcionaba y al otro lado había muerto?
¿O es que no era el teléfono, sino quizás la puerta?
II
Mi madre y mi padre estaban a la intemperie
en los escalones de la entrada. Mi madre se quedó mirándome,
una hija, una compañera.
Nunca piensas en nosotros, dijo.
Leemos tus libros cuando llegan al cielo.
Apenas una mención a nosotros, apenas una mención a tu hermana.
Y señalaron a mi hermana muerta, una completa extraña,
bien envuelta en los brazos de mi madre.
Si no fuera por nosotros, no existirías.
Y en cuanto a tu hermana… tienes el alma de tu hermana.
Tras lo cual desaparecieron, como misioneros mormones.
◆ Paisaje aborigen
▪ Entonces le hablé como a un viejo amigo:
Y usted qué, dije (pues era libre de marcharse),
¿no tiene ganas de volver a casa,
de volver a ver la ciudad?
Esta es mi casa, respondió.
La ciudad… la ciudad es donde desaparezco.
▪ EL ASISTENTE MELANCÓLICO
Tenía un asistente, pero era melancólico,
tan melancólico que afectaba a sus deberes.
Debía abrir mis cartas, que eran escasas,
y responder las que requerían respuesta,
dejando un espacio al final para mi firma.
Y bajo mi firma, sus propias iniciales,
de cuya formalidad, al principio, se enorgullecía.
Cuando sonaba el teléfono, debía decir
que su empleador estaba ocupado en ese momento,
y ofrecerse a transmitir un mensaje.
Tras varios meses, acudió a mí.
Maestro, dijo (que era como me llamaba),
ya no puedo serle útil; debe echarme.
Y vi que había hecho las maletas
y estaba preparado para irse, aunque era de noche
y nevaba. Me compadecí de él.
Bueno, dije, si no puedes realizar estas pocas tareas,
¿qué puedes hacer? Y señaló sus ojos,
que estaban llenos de lágrimas. Puedo llorar, respondió.
Entonces debes llorar por mí, le ordené,
como lloró Cristo por la humanidad.
Aun así seguía indeciso.
Su vida es envidiable, dijo;
¿en qué debo pensar cuando llore?
Y le hablé del vacío de mis días,
y del tiempo, que empezaba a agotarse,
y de la insignificancia de mis logros,
y mientras le hablaba tuve la extraña sensación
de volver una vez más a sentir algo
por otro ser humano…
Se quedó completamente inmóvil.
Yo había encendido un pequeño fuego en la chimenea;
recuerdo oír los murmullos satisfechos de los leños apagándose…
Maestro, dijo, le ha dado
un sentido a mi sufrimiento.
Fue un momento extraño.
Todo el diálogo parecía a la vez profundamente falso
y sumamente verdadero, como si palabras como vacío e insignificancia
hubieran estimulado el recuerdo de alguna emoción
que ahora quedaba ligada a esta ocasión y a esta persona.
Su rostro estaba radiante. Sus lágrimas brillaban
rojas y doradas a la luz de la lumbre.
Luego se fue.
Fuera caía la nieve,
el paisaje cambiaba en una serie
de insulsas generalizaciones
marcadas aquí y allí con enigmáticas
formas donde la nieve se había acumulado.
La calle estaba blanca, los diversos árboles estaban blancos…
Cambios en la superficie, ¿pero no es eso en realidad
lo único que siempre vemos?
◆ El relato de un día
▪ Bien entrada la noche seguía sentada, pensativa, a la mesa,
hasta que sentí la cabeza tan pesada y vacía
que me dieron ganas de acostarme.
Pero no me acosté. En cambio, apoyé la cabeza sobre los brazos
que había cruzado frente a mí en la madera desnuda.
Como un polluelo en un nido, la cabeza
descansaba sobre los brazos.
▪ LA PAREJA EN EL PARQUE
Un hombre pasea a solas por el parque y a su lado pasea una mujer, también a solas. ¿Cómo lo sabemos? Es como si una línea existiera entre ellos, como una línea dibujada en un campo de juego. Y sin embargo, en una fotografía podrían parecer un matrimonio, cansados el uno del otro y de los muchos inviernos que han soportado juntos. En otra época podría tratarse de dos extraños a punto de encontrarse por casualidad. Ella deja caer su libro; al agacharse para recogerlo, toca, por accidente, la mano de él y el corazón se le abre de golpe como una caja de música. Y de la caja sale una pequeña bailarina hecha de madera. Soy yo quien ha creado esto, piensa el hombre; aunque ella solo puede dar vueltas sobre sí misma, sigue siendo una bailarina de algún tipo, no solamente un trozo de madera. Esto debe explicar la desconcertante música procedente de los árboles.