Para una tumba sin nombre, Juan Carlos Onetti

 


II 
Y ese algo y esa forma no procedían de la experiencia que pudiera recordar o continuara impregnándolo aunque no la recordara; se le acercaban como una lenta nube, desde los años futuros y próximos. No podría, por lo tanto, olvidarlos o rehuirlos. Así que mientras lo miraba morder el vaso para beber ansioso, como con verdadera sed, adiviné que si lograba contarme la historia iría gastando al decirla lo que le quedaba aún de adolescente. No sus restos de infancia: no se le morirían jamás. La adolescencia; los conflictos tontos, la irresponsabilidad, la inútil dureza . Lo estuve observando en soslayada despedida, con pena y orgullo.
...
»Y fíjese en esto, algo que me preocupó mucho aunque ahora no podría decirle por qué me preocupaba. Ella debe haber estado allí en la estación, cumpliendo su guardia, su turno de trabajo, como un vigilante en la parada, durante todo el primer año, sin que ni Tito ni yo nos diéramos cuenta. Quiero decir que no solo no nos dimos cuenta de lo que ella significaba —pequeña, oscura, miserable, sosteniendo al chivo de la cuerda junto a las enormes escaleras de la entrada de la estación sobre la plaza— sino que ni siquiera la vimos. Y es forzoso que hayamos pasado cientos de veces junto a ella, para tomar el subte o ir a la pizzería o a tomar cerveza en las jarras de madera de la Munich.
III 
Y, otra vez, silencioso, como si todavía no hubiera aprendido a hablar, como si persistiera en la añosa tentativa de crear un idioma, el único en que le sería posible expresar las ideas que aún no se le habían ocurrido.


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