Ensayo sobre el Lugar Silencioso, Peter Handke








QUEDARSE UNO SIEMPRE en este cuartito. Pero una mañana, como era de esperar, levantarse, vestirse, volver a la vida y a la comunidad de los sanos. Salir del aburrimiento de las sábanas blancas, de los bueyes y las vacas que rumiaban o dormían ante la ventana, de las copas de los pinos, una igual a la otra, a modo de horizonte siempre igual. (Sin embargo, durante aquellos días en los que estuve en la enfermería, al igual que mucho después en otra, con unos chismes eléctricos adheridos al pecho y viendo por la ventana un cementerio con las tumbas unas muy cerca de las otras, no me aburrí ni una sola vez, y si es que esto no es así, la memoria, que es la que tiene aquí la palabra, dice esto: no.)
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Y SE ENTIENDE QUE, durante los años de mis estudios universitarios en la ciudad, los lugares que mucho antes habían sido para mí lugares silenciosos, como los puestos de leche junto a las carreteras, los graneros y los armazones de madera para guardar el heno y sobre todo las diminutas cabañas de madera que había en el centro de los campos de labor, irradiaban el silencio con una intensidad incomparablemente mayor, el silencio que, como a mí me parecía, era cada vez más necesario.
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AHORA ES EL MOMENTO de aclararlo: los lugares que, de este o aquel modo, son silenciosos no me han servido únicamente de refugio, de asilo, de escondite, de protección, de cueva de eremita. Es verdad que en parte lo fueron siempre. Pero también desde siempre, fueron al mismo tiempo algo completamente distinto. Precisamente esta diferencia radical, este mucho más es lo que me ha llevado a escribir este ensayo que, por medio de la escritura, intenta arrojar algo de claridad sobre este asunto, una claridad que por naturaleza es fragmentaria.
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DURANTE TODO EL tiempo en que he estado escribiendo estas notas me ha estado acosando una imagen que es totalmente contraria a lo que yo tenía en mente esbozar con el Ensayo sobre el Lugar Silencioso, y era la imagen de aquella niña que en la primavera de mil novecientos noventa y nueve, durante la guerra en la que Europa occidental bombardeó la República Federal de Yugoslavia, al atardecer, casi de noche, fue al servicio de la casa de alquiler en la que vivía, en la ciudad de Batajnica, al noreste de Belgrado, y allí—cuando, por lo menos la noche en cuestión, todos los habitantes de la ciudad y de la casa salieron ilesos de aquello— murió por la esquirla de una bomba que atravesó la pared del váter.



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