Ensayo sobre el jukebox, Peter Handke





Luego, por la noche, en Tokio la gente, al subir las escaleras de la estación, había estado pasando por encima de los que estaban tumbados aquí y allá, y luego, más tarde aún, de nuevo en una zona de templos, un borracho se había parado delante del humo de un altar, había estado rezando y luego, dando tumbos, había seguido andando.

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Así, una Nochebuena él había llegado a Anchorage y, después de la misa del gallo, donde luego, delante de la puerta de la pequeña iglesia de madera, entre todos los desconocidos, incluido él, reinaba una extraña alegría, se fue todavía a un bar. En medio de la tenue luz y del barullo de los borrachos, unto a los destellos del jukebos, como única figura tranquila, vio a una india. Ella se había vuelto hacia él -su rostro, grande, orgulloso, incluso burlón-, y esta fue la única vez que él bailó con alguien a los golpes sordos de un jukebos. Incluso los que normalmente estaban dispuestos a la riña los esquivaban, como si aquella mujer, joven como era, o más bien sin edad, fuera algo así como la mayor del bar. Luego los dos, juntos, por una puerta trasera, salieron a un patio helado donde ella había aparcado su coche transcontinental, con las ventanas laterales pintadas con los perfiles de los pinos de Alaska, junto a un lago seco; nevaba. A distancia, sin que ellos se hubieran tocado el uno al otro, a no ser en la levedad del contacto del baile, ella le invitó a seguirla; dijo que, con sus padres, llevaba un negocio de pescado en un pueblo de allí, al otro lado de Cook-Inlet. Y en ese momento a él se le hizo claro que en su vida al fin era posible una decisión no imaginada por él sino por alguien que no era él: además, inmediatamente pudo imaginarse yendo con aquella extraña más allá de la frontera, allí, entre la nieve, totalmente en serio, para siempre, sin regreso, abandonando incluso su propio nombre, el tipo de trabajo que hacía, cada una de sus costumbres; esos ojos de aquí, aquel lugar que estaba más allá de lo familiar y conocido, que é había tenido a menudo ante su imaginación: era el momento en el que Parsifal estaba ante la pregunta salvadora, ¿y él?, ante el sí que corresponde a esta pregunta. Y como Parsifal, y no porque ël no estuviera seguro -de hecho tenía la imagen-, sino como esto lo tuviera él metido en la sangre y tuviera que ser así, vaciló, y, en el momento siguiente, la imagen, la mujer, había desaparecido, literalmente, en la noche nevada. Luego él estuvo yendo al bar todas las noches, la esperaba junto al jukebox; llegó incluso a preguntar por ella y a hacer averiguaciones, pero, a pesar de que muchos se acordaban de ella, nadie podía decirle dónde estaba habitualmente. 

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El día de Navidad llovió tanto que, en su habitual paseo, atravesando la ciudad, aparte de él en la calle solo apareció un gorrión.

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Como en todas las partes del mundo, él vio también aquí a los transeúntes que a las primeras gotas de lluvia abrían el paraguas que llevaban siempre preparado, y a la meseta había llegado también la moda de las muchachas jóvenes de quitarse los pelos de la frente con un soplido al entrar en un bar. 


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