El anillo del rey Salomón, Konrad Lorenz

 




3. Dos animales de presa en el acuario

el producto de una de nuestras redadas, que no sea excesivamente copiosa, pronto se asistirá a alguna manifestación de la consabida lucha, pues entre nuestros prisioneros se encontrará probablemente alguna larva del escarabajo acuático de margen amarillo (Dytiscus). En proporción con sus tamaños relativos, ante nuestro animal se desvanecen la voracidad y el refinamiento de los métodos asesinos de depredadores tan famosos como tigres, leones, lobos, oreas, tiburones y avispas. Todos estos animales son inocentes corderitos comparados con la larva del ditisco. Es un insecto esbelto, de líneas «aerodinámicas», que mide unos 6 cm de longitud; sus seis patas, de superficie ensanchada por medio de flecos de pestañas, vienen a ser unos remos que le permiten una locomoción rápida y segura a través del agua. La cabeza, ancha y aplastada, lleva un par de mandíbulas en forma de tenazas; son huecas y sirven como agujas para inyectar veneno y para chupar el alimento. El animal permanece quieto, al acecho, sobre alguna planta acuática; de pronto se lanza, con un rápido impulso, sobre su presa, o, mejor dicho, bajo su presa, y, con la velocidad del rayo, levanta la cabeza, de forma que la víctima queda prendida entre las tenazas. Para esta fiera es una presa todo lo que se mueve o que, en cierto modo, «huele a animal».
4. Sangre fría

pues el palacio aéreo del combatiente, como el de otras especies próximas, consiste en un montón de burbujas de aire, estrechamente adheridas entre sí y que forman un saliente sobre el nivel del agua, recubierto de tenaz saliva y muy resistente. Mientras lo construye, el macho luce sus colores más bellos, que aun ganan en fuerza y luminosidad cuando se aproxima una hembra. Con la velocidad del rayo, el macho se precipita hacia ella y se detiene radiante. Si la hembra está dispuesta a seguir la llamada de la Naturaleza, lo manifiesta adoptando una coloración determinada, con franjas pálidas transversales irregulares. Manteniendo las aletas estrechamente plegadas, nada con lentitud hacia el macho, que extiende tembloroso todas las aletas, casi hasta desgarrarlas, y se coloca siempre de manera que ofrezca a la cortejada el maravilloso espectáculo de uno de sus costados. Un momento después, el macho nada en dirección al nido con un amplio y gracioso movimiento. Este gesto tiene carácter de invitación, y el espectador se da cuenta de ello tan pronto como lo presencia. También se comprende, sin más, el carácter ritual de este movimiento de natación, pues todo lo que puede contribuir a su efectividad óptica se exagera teatralmente, como los movimientos serpenteantes del cuerpo o el hacer ondear la aleta caudal. Por el contrario, todo aquello que lo hace mecánicamente eficaz queda disminuido. El movimiento, en suma, quiere decir: «Me aparto de ti, apresúrate y sígueme». Pero el pez no se marcha lejos ni nada aprisa, y retorna junto a la hembra, que lo sigue temblorosa y tímida. De esta forma, la hembra es atraída hasta debajo del nido de espuma. Entonces se inicia una maravillosa danza erótica, graciosa como un minué, pero que, por su estilo general, más bien podría compararse con la danza de trance de una danzarina en un templo de Bali. Según antiquísimas fórmulas de cortesía, el macho debe siempre mostrar a su dama su magnífico flanco, y la dama debe mantenerse constantemente en ángulo recto con él. El «señor» nunca debe ver, ni por un momento, el costado de ella, pues de ocurrir así, el comportamiento de él sería grosero, poco caballeresco y hasta maligno, ya que en estos peces, lo mismo que en otras especies, el mostrarse de costado es señal de virilidad dispuesta a la lucha, e instantáneamente despierta en cualquier macho un cambio absoluto de talante: el amor más sublime da paso al odio más salvaje. Puesto que el macho no desea apartarse mucho del nido, se mueve describiendo círculos en torno a la hembra, y puesto que ella sigue todos sus movimientos, manteniendo orientada hacia el macho la parte anterior de su cuerpo, la danza gira en un estrecho círculo, debajo del centro del nido de espuma. Los colores son cada vez más incandescentes; los movimientos, cada vez más excitados, y los círculos, cada vez de menor radio, hasta que los cuerpos se ponen en contacto. Entonces el macho rodea rápidamente a la hembra con su cuerpo, suavemente da una vuelta al cuerpo de la hembra hasta que queda sobre el dorso y, temblorosos, llevan a cabo el acto culminante de la reproducción: la emisión de espermatozoides y huevos. Cuando han terminado, la hembra permanece unos segundos como en sopor, boca arriba, mientras que el macho tiene desde aquel momento quehaceres mucho más importantes. Los huevos, pequeños y transparentes como si fueran de vidrio, son más densos que el agua, y, por tanto, tienden a hundirse inmediatamente. La posición de apareamiento se halla tan sabiamente dispuesta, que los huevos, en su camino hacia el fondo, deben pasar por delante de la cabeza del padre, dirigida hacia abajo, con lo cual el macho los ve en seguida. Entonces afloja suavemente su abrazo, se desliza y desciende yendo tras los huevos, los toma uno tras otro en la boca, los lleva inmediatamente al nido de espuma y los implanta entre las burbujas de aire. Debe proceder con celeridad, pues si se retrasara un segundo, no podría encontrar las bolitas cristalinas en el fango del fondo y, además, daría tiempo a que la hembra despertase, la cual nadaría también tras los huevos, cogiéndolos uno tras otro. Mas la activa esposa no ayudaría a su marido, sino que, por el contrario, los huevos con que pudiera hacerse se podrían dar por perdidos, ya que los devoraría. El macho sabe que debe darse prisa y que no ha de tolerar ya a la hembra en las proximidades del nido cuando, después de diez a veinte apareamientos, quede descargada de toda su provisión de huevos. 
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Por su parte, la hembra correspondió en seguida a las ceremonias del macho y aceptó sin remilgos su misión de colaborar en el cuidado de la prole. Este detalle me pareció poco significativo, porque la hembra de Herichthys mantiene la atención concentrada en el enjambre de pececitos jóvenes, a semejanza de una clueca celosa, mientras que en el macho sólo ve al defensor de la familia y al que la releva temporalmente de su obligación.
7. Nuestra pequeña «Martina»

En mi primer «verano de ganso» pasé un tiempo asombrosamente largo con mis diez educandos, los cuales, a su vez, me enseñaron una cantidad increíble de cosas. Puede calificarse de afortunada una ciencia en que la parte esencial de la investigación consiste en retozar por las orillas del Danubio y bañarse en sus aguas, desnudo y libre, en compañía de una manada de gansos silvestres. Soy un hombre perezoso, tan perezoso que sirvo más para observador que para experimentador. En realidad, si trabajo, es sólo bajo la presión de los más fuertes imperativos kantianos, completamente en contra de mis tendencias naturales. Lo maravilloso que tiene esta vida de pura observación y contemplación con los animales salvajes es que los mismos animales son también deliciosamente perezosos. La estúpida prisa de los modernos hombres civilizados, que ni siquiera disponen de tiempo para adquirir una verdadera cultura, es algo completamente extraño a los animales. Incluso las abejas y hormigas, símbolos de la laboriosidad, pasan la mayor parte del día en el «dolce far niente»; lo que ocurre es que entonces no se dejan ver los muy ladinos, porque permanecen dentro de sus construcciones, en las que no trabajan. A los animales no hay que andarles con prisas. Si se quieren conocer los gansos silvestres, se ha de vivir con ellos, y si se quiere vivir con ellos, debe uno acompasar el ritmo de su vida al de los gansos. No puede hacerlo un hombre al que la Naturaleza no haya dotado con esta indolencia que es un don de Dios. Un hombre que por su constitución sea activo, aplicado, se volvería loco sólo ante la sugerencia de la posibilidad de vivir durante un verano entre los gansos, como un ganso más, tal como yo he hecho—con algunas interrupciones—. Los gansos montaraces permanecen quietos y digieren, por lo menos, la mitad del día. De la otra mitad emplean, tirando corto, tres cuartos para comer. Los períodos que se intercalan entre el comer y el digerir, ocupados por actividades importantes, sólo abarcan un octavo, como máximo, del tiempo que permanecen despiertos. Sería decepcionante estudiar la vida de los gansos salvajes si no tuviese tanto interés lo que hacen durante esta octava parte del día. Cuando se solaza uno en las riberas del Danubio con un grupo de gansos montaraces, puede entregarse a la pereza con plena conciencia, puesto que forzosamente ha de estar sin hacer nada siete octavas partes del día, tendido al sol, aunque con la máquina fotográfica cargada, a punto de disparar y a mano.
8. Hazme caso y no compres ningún pinzón

Tomo muy en serio la misión de despertar en el mayor número posible de personas una profunda comprensión por las maravillas de la Naturaleza, tan dignas de nuestro respeto y veneración. Comprendo que soy un fanático en mi afán de conseguir prosélitos. Y si alguien que haya tenido la paciencia de seguir leyendo hasta aquí se siente tentado de instalar un acuario o de comprar una pareja de hámsteres dorados, probablemente habré ganado un nuevo prosélito para una buena causa.



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