Un hijo cualquiera, Eduardo Halfon

 




◆ Leer calladito

No se sabe con exactitud cuándo el ser humano empezó a leer internamente, para sí mismo. Pero hay una escena importante en la literatura que da testimonio de ese acto —quizás por primera vez, según algunos académicos—, cuando san Agustín, en sus Confesiones, describe los hábitos de lectura de Ambrosio, el obispo de Milán. Era el año 383. Agustín recién había llegado a Milán y quería tener una conversación filosófica con Ambrosio, pero siempre lo encontraba leyendo en silencio, profundamente concentrado: «Cuando leía, sus ojos se desplazaban sobre las páginas y su corazón buscaba el sentido, pero su voz y su lengua no se movían». Y ahí, en un oscuro ático de Milán, posiblemente nació el primer lector contemporáneo, ensimismado, silente.

◆ Beni

El entrenamiento de los soldados kaibiles es ya una mezcla de leyenda y espanto. 
Transcurre durante sesenta días en un caserío de la selva tropical de Petén llamado El Infierno (un rótulo en la entrada advierte a los jóvenes soldados de su porvenir: Bienvenidos al Infierno). Aparte de la instrucción en situaciones extremas de combate y técnicas de tortura para obtener información de insurgentes, los reclutas son sometidos a una serie de pruebas psicológicas denigrantes y de confianza. Como tirarse con los ojos vendados desde un puente o un helicóptero. Como ser despertados cada hora, o no dormir del todo durante varias noches. Su único alimento diario —un escaso puñado de arroz y frijoles— debe ser consumido con las manos en menos de tres minutos. El hambre, entonces, impuesta metódicamente, es devastadora. Un hambre que llega al extremo en la prueba final, oficialmente llamada El Destazamiento de la Mascota: el recluta deberá pasar dos semanas en una isla desierta e inhóspita, donde tendrá que emplear todos sus conocimientos para sobrevivir. Su compañero en la isla será un pequeño cachorro que recibió al inicio del entrenamiento y que cuidó y mimó durante los sesenta días, y el cual ahora tendrá que desollar y destazar con un machete o con sus propios dientes y beberse su sangre y comérselo crudo para así poder sobrevivir y convertirse finalmente no sólo en un kaibil, sino también —como dice el noveno decreto del Decálogo de los Kaibiles— en una máquina de matar.
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Estábamos parados ante la tumba de mi abuelo libanés, que había muerto de un infarto mientras yo terminaba mis cursos en la universidad. Y ahora, transcurridos más de treinta días desde su entierro —según dicta la tradición judía—, podíamos ya colocar la lápida. Una lápida de mármol blanco, rectangular, formidable, con el nombre de mi abuelo cincelado en negro, que era también mi nombre cincelado en negro.
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Los cincuenta y ocho kaibiles no estaban vestidos de kaibiles. Esa misma tarde, mientras se preparaban, habían recibido la orden de sus comandantes de disfrazarse de guerrilleros: playera verde olivo, brazalete rojo, pantalones de lona. También les habían ordenado dejar atrás sus armas militares (escopetas Galil y M-16) y llevarse armas típicas de guerrilleros (pistolas y rifles viejos). A las nueve de la noche del 5 de diciembre del 82, los cincuenta y ocho kaibiles se subieron a dos camiones no militares y salieron de la base aérea de Santa Elena, Petén. Condujeron más de dos horas bajo la lluvia torrencial hasta detenerse frente a una entrada de terracería. Era casi medianoche. Los kaibiles salieron de los dos camiones —que dejarían ahí abandonados— y empezaron la caminata de seis kilómetros a través de la selva. Otro hombre los guiaba en la oscuridad, en silencio. Iba descalzo. Su ropa de campesino estaba rasgada. Llevaba las manos atadas detrás de la espalda y una soga en el cuello. Finalmente, a las dos y media de la madrugada, los kaibiles llegaron a la aldea. Seguía lloviendo. Se dividieron en grupos de tres y cuarto y fueron rancho por rancho, gritando, tumbando puertas, hasta haber despertado a las más de cincuenta familias. Metieron a los hombres dentro de una pequeña escuela con paredes de guano. Mujeres y niños fueron repartidos entre las dos iglesias, una católica y la otra evangélica. Exigían saber dónde tenían escondidos los diecinueve fusiles. Nadie en la aldea entendía. No sabían que dos meses atrás, en una emboscada cerca de ahí, la guerrilla había matado a veintiún soldados, robándose a la vez diecinueve fusiles. Ahora el gobierno militar creía que los diecinueve fusiles estaban escondidos en esa aldea perdida de la selva tropical, y que sus habitantes eran colaboradores de la guerrilla. Área roja, la llamaban. A las seis de la mañana, con el alba apenas rompiendo, y tras informar por radio a sus comandantes que no había fusil ni propaganda comunista ni guerrillero alguno en la al-dea, los cincuenta y ocho kaibiles recibieron la orden final: Vacúnenlos a todos.
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Un bebé de tres meses fue lanzado vivo a un pozo seco. Era mediodía. Los cincuenta y ocho kaibiles se dirigieron entonces a las dos iglesias y sacaron a todos los niños y los colocaron en fila mientras les decían que no se preocuparan, que nada más los iban a vacunar. Los mayores recibían un golpe en el cráneo con una almádana o un tiro en la frente y luego eran arrojados en el pozo. A los más pequeños bastaba sujetarlos de los pies y golpearlos contra un muro o contra el tronco de un árbol y luego botarlos en el pozo. Las niñas y mujeres, antes de caer muertas o medio muertas en el pozo, fueron violadas. Siguieron los hombres. Cada uno, de rodillas y con los ojos vendados, era interrogado y torturado y golpeado y baleado y lanzado al pozo. La matanza finalmente terminó a las seis de la tarde. Llegó la noche y del pozo salían ruidos y sollozos y un kaibil dejó caer una granada para silenciarlos. Aún estaban vivas algunas mujeres en la aldea: los kaibiles necesitaban su cena de tortillas y frijoles. En la mañana, volvieron otros quince campesinos que habían estado trabajando lejos, en sus siembras de maíz. Pero el pozo estaba ya demasiado lleno. Entonces los kaibiles prendieron fuego a los cincuenta ranchos y a la escuela con paredes de guano y a la iglesia católica y a la iglesia evangélica y se llevaron con ellos a los quince campesinos y también a las últimas mujeres de la aldea y más tarde, ya en la profundidad de la selva, degollaron y luego fusilaron a todos excepto a un niño, que logró escapar corriendo entre los árboles, y a dos niñas de catorce y dieciséis años, a las que disfrazaron de guerrilleras y conservaron vivas durante tres días, violándolas repetidamente mientras atravesaban la maleza. Dejaron el cadáver de una tirado entre los matorrales, el cadáver de la otra colgado de la rama de un árbol. 
Años después, antropólogos forenses recuperarían del pozo las osamentas de 162 personas. La aldea, que se llamaba Dos Erres, ya no era más que monte y serpientes. 
Uno de los cincuenta y ocho kaibiles, según testigos, fue Benito Cáceres Domínguez.

◆ Réquiem

Me tocó cuidar a mi hijo durante la misa. Al inicio estuvo sentado en mi regazo, en la primera fila, callado y muy entretenido mientras duró la canción de un guitarrista. Pero luego, cuando el cura empezó su discurso largo y soberbio, mi hijo se inquietó y se puso a balbucear recio que quería más guitarra. Me apuré a sacarlo de la iglesia.
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Era el final de la tarde. Afuera caía una ligera llovizna y nos tuvimos que parapetar en el zaguán techado a un costado de la iglesia. También estaba ahí un anciano del pueblo vestido en saco de lana y corbata, de pie, fumando tabaco negro. No nos saludó. Había sillas de plástico apiladas en una esquina y dos o tres mesitas del mismo plástico en otra, como si ese espacio también fuese la terraza de los domingos del único bar del pueblo, ubicado justo enfrente. Mi hijo me pidió que lo bajara al suelo y de inmediato se puso a caminar de un lado al otro del zaguán, tambaleándose, buscando mi dedo índice cuando se topaba con algo y necesitaba ayuda para dar la vuelta. Se topó con una pared de piedra. Luego se topó con el anciano, que sólo continuó fumando. Luego se topó con un pequeño bote de aluminio y yo le dije que era el bote de basura, pero que estaba sucio y que mejor no lo tocara. Mi hijo entonces pareció entender algo y empezó a recoger del suelo pedacitos de papel y cartón y servilletas y colillas aplastadas y a depositar todo en el bote de basura. El anciano lo observaba en silencio, con el ceño fruncido. Se oía la voz imperiosa del cura a lo lejos. Mi hijo, concentrado, lanzaba un grito triunfal cada vez que lograba encestar algo en el bote. Y yo sólo sonreí y me hice a un lado y me quedé mirándolo limpiar con felicidad y orgullo todo el suelo del zaguán de la iglesia, durante el resto del réquiem por su abuelo.

◆ Gefilte fish

Segundo ejemplo literario: en 1928 se suicidó el padre de Hemingway, con una escopeta. En 1961 se suicidó Hemingway, con otra escopeta. En 1966 se suicidó la hermana de Hemingway, con pastillas. En 1982 se suicidó el hermano de Hemingway, con un revólver. En 1996 se suicidó la nieta de Hemingway, con barbitúricos. En 2001 se suicidó el hijo de Hemingway, en su celda, en una prisión de Miami.



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