Primera sangre, Amélie Nothomb

 






▪ —¿Quién es Léontine?
—Es la cocinera. La acusaron de haber envenenado a su marido. El juicio se celebró en el tribunal de Arlon, hace dos años. Todo el mundo habló de ello. Las pruebas contra Léontine eran abrumadoras. Tu abuelo la defendió. Acabó su alegato con un argumento rotundo: «Señores del jurado, creo tanto en esta mujer que, si la declaran inocente, juro que la contrataré como cocinera de mi familia.» Se la llevó. Aquel juicio tan admirable no le reportó dinero alguno. Y aquí nos tienes, con una cocinera que, desgraciadamente, no tiene muchos alimentos que preparar.
...
▪ Para mí, el momento más grandioso del año era el tren Bruselas-Habay del primer día de las vacaciones de verano. Siempre llevaba conmigo el regalo de la abuela que, con los años, se convirtió en mi libro preferido. A base de leerlo, localicé, dentro de un largo poema titulado «El barco ebrio», una sucesión de versos que me retorcieron el alma:
Si yo ansio algún agua de Europa es la
del charco
negro y frío en el cual, al caer la tarde rosa,
en cuclillas y triste, un niño suelta un barco
endeble y delicado como una mariposa.
...
▪ Tenía veinte años, no veía ningún motivo para esperar más. Le confié a Danièle mi terrible secreto.
—Me desmayo al ver sangre.
—Decididamente, no hay nada normal en ti.
—También me pasa con el steak tartar y el rosbif.
—Pues ya comeremos suelas de zapato.
...
▪ El síndrome de Estocolmo se ha simplificado mucho. No se trata solo de amor. Desde el momento en el que un guardia baja un poco la voz al gritarte, desde el momento en el que un cocinero distraído te sirve una cucharada extra de rancho, desde el momento en el que recibes una mirada humana, desde el momento en el que alguien te escucha como un adversario digno de ese nombre, te invade una irreprimible bocanada de gratitud.
Haberte librado del maltrato de la víspera es suficiente para convencerte de que eres el elegido. No es que te enamores, es que te sientes querido de una manera extraña. Se trata de una variante de la erotomanía que puede degenerar en masoquismo paradójico. El rehén que se enamora es aquel al que la convicción de ser querido le inspira un desajuste maníaco.











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