Peregrinos de la belleza, Viajeros por Italia y Grecia, María Belmonte

 



PRESENTACIÓN: EL MUNDO MEDITERRÁNEO COMO DISTINO VITAL

Italia se convirtió en lugar de culto y peregrinación de los nórdicos gracias a libros como Viaje a Italia de Goethe. Esta obra fue una de las primeras en expresar las transformaciones que iban a sufrir los habitantes de las tierras del norte al contacto con las esencias mediterráneas. Si bien hasta llegar a Roma Goethe iba en busca de la cultura y el arte clásicos, a partir de Nápoles, su diario de viaje permite observar un sutil cambio, pues desde entonces se puede ver al erudito viajero disfrutar del aspecto sensual, espontáneo, físico y hasta peligroso del sur. Bastantes años después, Edward Morgan Forster expresaría delicadamente esta transformación en la protagonista de su novela Una habitación con vistas durante su estancia en Florencia: «El sortilegio de Italia estaba haciendo efecto sobre ella y, en lugar de adquirir conocimientos, empezó a sentirse feliz».
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Otro hito importante en mi carrera como mediterranófila fue mi primer viaje a Florencia cuando todavía era muy joven, con un ruidoso grupo de amigos, todos apiñados en un viejo coche. Llegamos de noche y, hambrientos y cansados, comenzamos a deambular por la ciudad en busca de un restaurante. Por azar fuimos a dar con la plaza del Duomo. Levanté la mirada y vi por primera vez Santa María del Fiore recortándose en el cielo nocturno. Entonces sucedió. El mundo desapareció a mi alrededor, incluidos mis hambrientos y malhumorados amigos. Repentinamente, comencé a llorar de forma convulsa, mientras grandes lagrimones brotaban de mis ojos. Nunca había sentido tanta felicidad. Y aunque entonces no fuera consciente, en aquel momento aprendí que había llegado a una fuente antigua y perenne de deseo y que la belleza es lo único que salva al ser humano de la absoluta soledad.

JOHANN WINCKLEMANN, PASIÓN ROMANA
EL INTÉRPRETE DE LA ANTIGÜEDAD

Lo que Winckelmann afirmaba sobre el arte griego, a pesar de lo poco que había visto, arraigó profundamente en las conciencias europeas, demostrando que una imaginación apasionada puede suplir la falta de elementos de observación.

AXEL MUNTHE, EL EXILIADO DE CAPRI

Un día Puck desapareció misteriosamente mientras Axel visitaba a uno de sus enfermos. Después de buscarlo desesperadamente se enteró de que el perro había sido secuestrado. Todo terminó bien gracias a la intervención de la Camorra, que controlaba la parte baja de la ciudad y, por supuesto, las idas y venidas del médico y de sus peculiares ayudantes.
D.H. LAWRENCE, EL ADORADOR DEL SOL
APARECE «ELLA»

En Múnich, Else les acogió y les recomendó que se dirigieran a Italia, país que durante generaciones había sido refugio de amantes en fuga, divorciados, homosexuales y de todo aquel que quería huir del asfixiante clima moral de Inglaterra. Y además, la vida allí era barata. ¿Y por qué no hacer el viaje a pie? Else era una alpinista consumada y les sugirió la ruta que atraviesa los Alpes desde Múnich y llega a Verona a través del paso del Brennero. El 5 de agosto de 1912 se pusieron en camino. Cubrían distancias de cuarenta kilómetros en tres días y luego realizaban largos trayectos en tren. Dormían en pajares y en capillas iluminadas a la luz de las velas. Cuando encontraban una aldea que les gustaba mucho, se quedaban en ella una semana para reponerse.

NORMAN LEWIS, LA SALVAJE POESÍA DE LA GUERRA

Norman Lewis (1908-2003) afirmó ser la única persona que conocía capaz de entrar en una habitación atestada de gente y abandonarla poco después sin que nadie se percatara de su presencia: se consideraba un hombre semiinvisible. Una niñez extraña, que pasó junto a unos padres que hablaban con los muertos y tres tías «psicológicamente inestables», le permitió aprender el arte de hacer «como si no estuviera», al igual que la presa adopta una inmovilidad cautelosa mientras olfatea la presencia de depredadores.
UN CÍRCULO FAMILIAR DECIDIDAMENTE EXCÉNTRICO
Con él vivían sus tres hijas; Polly, la mayor, era epiléptica y había sufrido al menos un ataque diario desde los catorce años; en el curso de esas crisis se había caído una vez desde una ventana, otra a un río y dos más al fuego. A consecuencia de las quemaduras sufridas, su rostro presentaba un aspecto parcheado debido a las tiras de piel que le habían sido injertadas de otras partes de su anatomía.
LA COMIDA Y EL AMOR EN NÁPOLES
Uno de los rincones favoritos de los napolitanos para los escarceos amorosos era el cementerio, hasta el punto de que, observa Lewis, «solía haber mucha más gente sobre la tierra que bajo ella». La costumbre era que uno se volvía invisible en cuanto cruzaba sus puertas. Si un visitante tropezaba con algún conocido, no se podía intercambiar con él miradas ni señas, como tampoco reconocer a ningún amigo que se encontrara en el autobús 133, que iba al cementerio. Proponer a una dama dar una vuelta en el 133 un domingo por la tarde era una invitación clara al amor. Otro de sus contactos más valiosos, el dottore Placella, le explicó que su especialidad era la restauración de la virginidad, presumiendo de que su himen implantado (por sólo diez mil liras) era mucho mejor que el original y de que el marido más vigoroso tardaba tres noches en demolerlo.

HENRY MILLER, <<SATORI>> EN GRECIA
PARÍS

Las conversaciones en Villa Seurat fueron el germen del libro que Miller se puso frenéticamente a escribir después de que Fraenkel le hubiera animado a que lo hiciera tal como hablaba durante sus conversaciones nocturnas. Así surgió Trópico de Cáncer. Tres años más tarde, en 1934, el libro fue publicado por la editorial parisina Obelisk Press e inmediatamente prohibido en Estados Unidos. Su publicación en 1961 por la estadounidense Grove Press desencadenó una serie de juicios por obscenidad hasta que, en 1964, el libro fue autorizado por el Tribunal Supremo. Pero volvamos al París de los años treinta. De la planta baja de Villa Seurat, Miller se trasladó al ático. El repiqueteo de la vieja Remington en la que había comenzado a escribir Trópico de Capricornio sólo cesaba para comer, dar grandes paseos por París, atender las incesantes visitas de amigos y los requerimientos de su agitada vida amorosa. Fueron tiempos felices. Alfred Perlès, otro de sus íntimos, escribió que por la casa de Miller desfilaba toda una troupe de «excéntricos, chiflados, borrachos, escritores, artistas, gorrones, indigentes de Montparnasse, vagabundos y psicópatas», inmediatamente transformados en material literario por Miller.
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Miller le volvió a prevenir sobre su falta de interés por los griegos y su venerable civilización. Confiesa que lo que le atrae de Grecia es el sol, el agua, el vino de resina y las pequeñas islas azules. Pregunta si podrán viajar a Lesbos y que daría cualquier cosa por ver el palacio de Cnosos en Creta. Pero no sabe ni una palabra de griego ni conoce nada de los clásicos; «soy muy ignorante—le dice—, incluso en literatura inglesa». Larry le tranquiliza. Podrá hacer todos los viajes que le apetezcan y tampoco necesita saber nada de griego, salvo algunas frases como «¡Es usted un mentiroso!», «¡Devuélvame esa cartera, es mía!» y «¡Llame a la policía!».
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Si alguien le preguntaba a Yorgos Katsimbalis a qué se dedicaba, su respuesta era: «Soy un tábano literario». Acosaba amistosamente a Yorgos Seferis (premio Nobel en 1962) para que siguiera escribiendo. Publicó a Odiseas Elytis en 1935 (premio Nobel en 1979). Fue uno de los dinamizadores de la llamada generación de los treinta, fundador de la prestigiosa revista literaria Ta Nea Grammata, además de humanista, bibliógrafo, coleccionista de libros y protector de escritores y poetas. Según Patrick Leigh Fermor, tenía un parecido extraordinario con Federico de Montefeltro, duque de Urbino, pintado por Piero della Francesca: mirada de aguilucho, barbilla prominente y una ligera cojera producto de sus escaramuzas en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial. Era experto en tres idiomas y no existía un poeta griego, francés o inglés, por muy exótico o recóndito que fuera, del que no pudiera recitar, sin titubeos o errores, docenas de páginas de memoria. Era una portentosa mina de conocimientos poco comunes sobre Grecia. Y, como Miller, era tremendamente extrovertido, gran conversador, amante del vino y de la buena mesa, divertido, amable con todo el mundo, hospitalario y generoso. Era inevitable que los dos hombres se hicieran amigos de inmediato.

PATRICK LEIGH FERMOR, LA ALEGRÍA DEL VIAJERO

La inspiración y el itinerario en el caso de Paddy procedían de la lectura del libro de Robert Byron, The Station, sobre su estancia en el Monte Athos, donde con veintidós años fue a investigar su teoría de que el origen de la pintura occidental reside en el arte bizantino. Su madre no puso obstáculos. No sólo cooperó en los preparativos sino que se desternillaba de risa con su hijo anticipando situaciones durante el viaje. También hizo una aportación decisiva al enviarle a Londres un volumen de las Odas de Horacio, editado por Loeb y en cuya guarda había anotado un poema de Petronio en latín: «Abandona tu hogar y busca costas extranjeras, ¡oh, joven! No cedas al infortunio; el lejano Danubio te espera, el viento frío boreal y los lejanos reinos de Canopo…». Si hubiera un concurso de madres geniales, el premio estaría muy reñido entre la señora Leigh Fermor y Louisa Durrell, la impagable madre de Lawrence y Gerald.
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Cada mañana se fijaba la distancia que podía recorrer en un día y al llegar a la meta le embargaba la «alegría del viajero», el momento que ansiaba a diario: esos instantes al final de la jornada, en los que después de haberse desembarazado de mochila y bastón, se sentaba al fin en una taberna, encendía un cigarrillo y desplegaba el cuaderno de notas sobre la mesa para apuntar los acontecimientos del día, mientras anticipaba el delicioso sabor de una bien ganada cerveza y del pan y el queso que indefectiblemente la acompañarían.
LA LEYENDA CRETENSE
No me canso de mirar una y otra vez las fotos de la resistencia cretense, especialmente las del secuestro de Kreipe. Algunas están tan cuidadosamente preparadas que parecen las fotos del rodaje de una película de aventuras. Sobre todo las de los jefes de las guerrillas y sus andartes, de los que se dice que se tomaban su tiempo hasta que se sentían preparados para enfrentarse al objetivo de la cámara. Casi todos son jóvenes, algunos muy guapos, como el propio Paddy con sus botas de caña alta, su bigote y su camisa negra cruzada por las tiras de munición. Recuerda a Errol Flynn a punto de rodar una escena de corsarios. Y Billy Moss, con su casi metro noventa, tan joven, con su mirada lánguida y soñadora. Todos desprenden levendiá, esa hermosa palabra griega para describir lo indescriptible pero que, según el estado de ánimo y las circunstancias, se podría traducir por juventud, salud, valor, humor, rapidez de palabra y de acción, destreza con las armas, don de agradar a las mujeres, gusto por el canto y la bebida, generosidad, capacidad de improvisar mantinades y de volar como un pájaro en las danzas más rápidas y feroces. Todo eso y mucho más es levendiá. Viéndoles, no puedo evitar preguntarme si el resto de sus vidas no les habrá parecido decepcionante a todos ellos al lado de aquellos intensos años de guerra y aventuras durante los que fueron auténticos levendis.

KEVIN ANDREWS, «EL VUELO DE ÍCARO»

Hay una foto de Kevin Andrews plantado frente a la Acrópolis de Corinto poco antes de emprender su primer viaje: es la imagen de un muchacho alto, guapo, fuerte y con una mirada cargada de expectativas. Nadie diría que los médicos le habían recomendado evitar el café, el alcohol, el té cargado, las preocupaciones, la tristeza, el insomnio, la irregularidad en las comidas, conducir, hacer ejercicio intenso, nadar largas distancias, escalar y, sobre todo, exponerse al sol. Curiosa lista para alguien que iba a dedicar tres años a recorrer, preferentemente a pie y en los meses estivales, todos los pueblos del Peloponeso donde quedaran ruinas medievales. Su equipo consistía en mochila, saco de dormir, brújula, cuaderno de notas, cinta métrica, cámara fotográfica, una flauta de caña y algo imprescindible: salvoconductos del gobierno y una combinación de temeridad, inocencia y entusiasmo a partes iguales.
LAWRENCE DURRELL, EL REY DE LAS ISLAS
ALEJANDRÍA: OSCURA, HÚMEDA Y SENSUAL (1941-1945)

A Eve Cohen le gustaba hacer de Sherezade y pasar las horas sentada en la cama contándole crudas experiencias e historias sobre la vida sexual de los árabes, sus perversiones, el hachís, el incesto, la crueldad y el crimen, que Larry escuchaba con delectación. Según le confiesa a Miller, Eve había conocido «hasta la última capa de escoria y putrefacción de la obscenidad. Sus experiencias infantiles ponen los pelos de punta a cualquiera». Larry está fascinado y la deja hablar; cree que es la forma de ayudarla a superar sus experiencias, de curar sus terrores. Lo que transmite en las cartas a su amigo es que Eve es una mujer frágil, que ha sufrido y está herida. Pero sobre todo está fascinado por su relación sexual con ella: «Ha sido una experiencia increíble encontrar a una mujer cuyas respuestas sexuales van ascendiendo desde la planta de los pies sin ninguna de la tonterías del romanticismo anglosajón que las corrompa. Me ha curado de las mujeres inglesas para siempre». Larry está enamorado y Gipsy Cohen le está enseñando cómo aman las alejandrinas: El sexo aquí es violento hasta la locura… no es preconcebido, sino profundamente aceptado como en una especie de guerra; no como la lánguida amistad de la gente del norte, sino una lucha de buitres y águilas, feroz y apasionada, con uñas y dientes.
EPÍLOGO CON PERSONAJE INVITADO

En la comitiva se les coló un pagano, el sabio y erudito de ochenta y tres años Yorgos Gemistos Pletón, que difundía secretamente junto a un grupo de adeptos en la ciudadela bizantina de Mistrás las ideas de los antiguos filósofos griegos y celebraba ritos en honor a Apolo.Sabedor del hambre de manuscritos clásicos y del casi total desconocimiento que tenían los estudiosos de Occidente de las obras de Platón, el viejo sabio no dudó en llenar su equipaje con las obras de este filósofo. Me gusta imaginar los baúles del viejo Pletón—abarrotados de los gérmenes infecciosos que propagarían el Renacimiento en Italia—desembarcando en el muelle de San Marcos de Venecia una inclemente noche de abril de 1438, tras, según cuentan las crónicas, una azarosa travesía.
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Cosme de Médicis escuchaba con frecuencia a un filósofo griego de nombre Gemistos hablar, como un Platón redivivo, de los misterios platónicos […] y quedó tan inspirado, tan profundamente conquistado que desde aquel momento concibió crear una Academia Platónica en Florencia a la primera ocasión favorable.
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El viejo Pletón regresó a Mistrás, donde murió en 1452 a los noventa y siete años, uno antes de la caída de Constantinopla. Sus enemigos quemaron gran parte de sus obras y lo que se salvó, más de setecientos manuscritos, fue depositado por el cardenal Besarión en la biblioteca Marciana de Venecia, donde se conservan hoy en día. Fue el propio Malatesta, quien, tras abrir una brecha en la muralla de Mistrás, arrebató los restos de su maestro que estaban enterrados en la catedral y los trasladó al templo de Rímini para que «el gran maestro pudiera encontrarse entre hombres libres».






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