Mis viajes con Epicuro, Daniel Klein

 




◆ 1. El viejo olivo griego


Los epicúreos consideran los momentos compartidos en silencio como una señal de amistad verdadera.

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El nivel cultural o la posición social de las personas con las que conversaba le traían sin cuidado; de hecho el súmmum de la verdadera amistad era ser aceptado y amado por lo que eres y no por la posición que hayas logrado en la vida.

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Ahora que Tom y yo ya somos mayores y que lo aparentamos —ambos nos estamos quedando calvos y tenemos la barba canosa—, nos resulta más fácil conectar con la gente. Tardamos un poco en ver la causa y cuando la descubrimos nos reimos sin parar: las personas mayores somos inofensivas. No damos la impresión de llevar malas intenciones por la simple razón de que no parecemos capaces de infligir mal alguno, salvo el de ser unos pesados. Fue un amargo momento cuando descubrimos que ninguna de las mujeres con las que entablamos conversación sospechó ni por un instante que le estuviéramos tirando los tejos. Por más descorazonador que sea, debo admitir que tenían razón.

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Montaigne escribió extensamente sobre la vejez y en un ensayo sugiere que quejarse a un amigo de los padecimientos de la vejez es la mejor medicina: «Si el cuerpo se siente mejor quejándose, dejad que se queje; si le sirve para serenar el ánimo, dejad que se mueva y se revuelva a sus anchas; si chillar ayuda a que la enfermedad desaparezca (algunos médicos sostienen que también les va bien a las parturientas) o a aliviar los tormentos, chillad todo lo que queráis».


◆ 2. La terraza desierta


En este lugar prácticamente oculto me topé con los restos de un reducto romano del siglo I, equipado con un enorme anfiteatro. Trepé hasta la parte más alta y me senté en las gradas. A mis pies, en la misma arena donde los gladiadores habían jugado sus juegos mortales siglos atrás, un grupo de seis ancianos estaban jugando a la petanca. Lo que me impactó enseguida fue la elegancia y el decoro de esos ancianos: todos llevaban chaqueta y corbata o pañuelos de cuello, algunos iban con boina, y se comportaban con caballerosidad —una buena tirada era recibida con amables inclinaciones de cabeza—, y al mismo tiempo con un caluroso afecto. Sonreían y reían con frecuencia y a menudo les daban a sus compañeros palmaditas en la espalda y los hombros en un cálido gesto. Pero ante todo, este sexteto de atractivos y elegantes veteranos jugaban con deleite.

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El espectáculo me emocionó mucho. En aquella época no supe exactamente por qué, de pronto me sentí lleno de una esperanza que hacía tanto que no sentía que al principio no la reconocí. La alegría de los jugadores flotó hacia mí, me envolvió. Ahora al recordarlo, me doy cuenta de que la profunda alegría que sentí venía sobre todo de que aquellos ancianos, al otro extremo de la vida del que yo me encontraba, seguían revelando la alegría de estar vivos.


◆ 4. Un siroco de juvenil belleza


Søren Kierkegaard, considerado el padre del existencialismo, declaró que la mayor negación del ser humano tiene que ver con su mortalidad. Nos inventamos un sinfín de estrategias para evitar encarar la realidad de la muerte, desde creer en una vida eterna en el más allá hasta convencernos de que «sobreviviremos» a través de los poemas íntimos que acabamos de componer. Lo hacemos por una razón muy comprensible: porque nos aterra la idea de morir un día para no volver a vivir nunca más. Pero Kierkegaard afirma que lo que hacemos no es elegir vivir la vida con plenitud y lucidez, sino que en su lugar nos estamos moviendo a tientas en la caverna de lo ilusorio.

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Para mi sorpresa, el comentario más importante sobre un matrimonio que dura hasta los años crepusculares viene del filósofo alemán de ideas radicales Friedrich Nietzsche, quien, adoptando una actitud utilitarista poco común en él, escribió: «Antes de casarte, pregúntate: ¿seré capaz de mantener una buena conversación con esta persona hasta la vejez? El resto es pasajero en el matrimonio».


◆ 7. La balsa ardiendo en el puerto de Kamini


Sin embargo, existe una afinidad entre la idea de Epicuro de llevar una vida completamente libre y la cuarta etapa hinduista. Así es como el «Asrama Dharma» describe la vida de un samnyasin: «El samnyasin tiene puesto el ojo espiritual en bienes que el hombre no puede ofrecerle y tanto le da lo que puedan quitarle… Por tanto, está más allá de la posibilidad de sentirse seducido o amenazado». Y en otra parte dice: «Ahora los negocios, la familia, la vida laica, los amores y las esperanzas de la juventud y los éxitos de la madurez han quedado atrás. La eternidad es lo único que le queda. Y en eso es en lo que centra su mente y no en las tareas y las preocupaciones de la vida que ha dejado atrás, que llega y se va como un sueño».



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