Caminos de intemperie, Ramón Andrés

 





Vistos los tiempos, espero que me disculpen las horas leídas.
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No hay que olvidar que las lenguas antiguas ya nos dijeron lo importante.
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Lo sabio, entrada ya la edad, es vivir sin el rencor del que va a ser expulsado. Debemos conformarnos con la certidumbre de que vamos a una región más inocente que el mundo.
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Mi rechazo a las grandes causas tal vez lo heredé de algún pariente que no llegué a conocer. Cierta sangre debe haber en mis venas que me ha llevado a abominar las ideas mesiánicas y a sólo fijarme en la gente que pasa por la calle; a detenerme en una figura solitaria en bicicleta y aceitosa como su cadena. Porque aquí, en este país, al que se le dan bien las trincheras, todos estaban y aún están con las manos sucias y pringosas de empuñar el odio.
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No es por su ancianidad. Los padres se van gastados por las lluvias.
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¿Estado civil?: Náufrago.
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Un buen libro es un armisticio.
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El individualismo es una forma de sequía.
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La lentitud es subversiva, y la espera, entendida como esencial tiempo humano, ha muerto. Estamos en el reino de la extinta virtud del aguardar, en la patria de un salteador llamado Ahora.
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Tenemos una región interior, inescrutable, que nos salva y conduce a una especie de inmunidad. Nunca podrán reducirnos por entero: en la mente albergamos un no sé qué que nos hace insondables ante nosotros mismos, no sólo ante el prójimo. Debemos confiar, pues, en lo indescifrable, en aquello que dista, en los espíritus elevados, en los lúcidos, en los depresivos, en los melancólicos, en los que padecen acedía, en el último de la clase, en la oveja negra, en los rebeldes, en los que yacen enfermos, en el raro de la familia. Los demás están perdidos de antemano.




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