París no se acaba nunca, Enrique Vila-Matas







7

Jeanne Hébuterne se mató.
En esta última visita a París he andado persiguiendo su sombra, leyendo las ideas de los demás sobre ella, interesado en la juventud de esta infeliz artista, amante de Modigliani, del que había tenido un hijo —una niña— y estaba esperando otro cuando el pintor —alcohol y enfermedades varias— murió. Jeanne tenía muchos problemas con la burguesía, con su familia. Al día siguiente de la muerte de Modigliani, embarazada de nueve meses, abrió la ventana de la quinta planta de la casa de sus padres, en el número 8 de la rue Amyot de París, y se dejó caer de espaldas. Leí la historia de su suicidio hace treinta años, cuando era joven y vivía en París, la leí y recuerdo que imaginé la calle y la caída, imaginé la escena completa, y luego la olvidé. Pero Jeanne ha vuelto a mí este agosto en París, al leer yo casualmente un artículo sobre sus amores con Modigliani y su muerte desesperada. Y ese suicidio a los diecinueve años ha vuelto a impresionarme, sólo que ahora no pienso olvidarlo. Volví a leer su historia encontrándome en París y me di cuenta de que podía buscar el número 8 de la rue Amyot y, si ese inmueble y esa calle todavía existían, examinar el lugar donde Jeanne se despidió de la vida.
No sólo existían la calle y la casa sino que estaban cerca de mi hotel. Por callejuelas estrechas, ayudado por un mapa de la ciudad, acabé plantándome en esa calle muy breve con sólidos edificios antiguos y que no debe de haber cambiado mucho en los últimos ochenta y dos años. Miré desde la calle hacia la ventana de Jeanne en la quinta planta, la miré desde el lugar, posiblemente exacto, donde cayera su cuerpo suicida, y me pareció que toda mi juventud y todo mi verano cabían en ese momento de vida y muerte, cabían en esa rue Amyot de París, ciudad cargada de placas recordatorias, pero que no ha colocado placa alguna en el sitio donde se quitó la vida Jeanne. Nada en la rue Amyot recuerda hoy la tragedia que hace ochenta y dos años tuvo lugar allí. Ni siquiera ramos de flores de algún cultivador secreto de la leyenda de ella, ni un triste graffiti en la pared. Nada. Y es que parece obvio que no se la considera una artista demasiado importante, aun cuando su muerte fue posiblemente más artística que la obra entera de Modigliani. Y, además, se suicidó y los suicidas, ya se sabe, no tienen placas, no se celebran ni conmemoran.
Justo enfrente del inmueble del número 8 de la rue Amyot donde ella, en trágico y gimnástico dibujo en el aire, se lanzó al vacío, han instalado un limpio y alegre gimnasio para la burguesía del barrio, seguramente partidaria del deporte y la familia y no muy aficionada al arte, la bohemia o la muerte por pirueta propia. Tal vez los gimnastas se han instalado ahí a propósito. Como esos enemigos del tabaco que se plantan con mirada de reprobación moral frente al primer pobre suicida que ven fumando.
... 
33

▪ Piensen cuáles pueden ser las razones básicas para la desesperación. Cada uno de ustedes tendrá las suyas. Les propongo las mías: la volubilidad del amor, la fragilidad de nuestro cuerpo, la abrumadora mezquindad que domina la vida social, la trágica soledad en la que en el fondo vivimos todos, los reveses de la amistad, la monotonía e insensibilidad que trae aparejada la costumbre de vivir.
... 
52

▪ Una mañana, vi de verdad a Jean Seberg. Andaba con el pelo muy corto (como una heroína de Hemingway), gafas de sol y un vestido blanco de lunares negros. La vi pasar caminando muy rápido por delante de uno de los frontones neoclásicos del Palais de Chaillot donde hay inscritas, en letras doradas, unas solemnes frases de Paul Valéry escritas especialmente para ese lugar y que de pronto, ante el paso veloz de la bella Seberg, parecían estar encontrando su verdadera significación:
Depende de quién pase para que sea yo tumba o tesoro.

Entradas populares de este blog

La salvación de lo bello, Byung-Chul Han 

Mendel el de los libros, Stefan Zweig