Prosas apátridas, Julio Ramón Ribeyro



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Podemos memorizar muchas cosas, imágenes, melodías, nociones, argumentaciones o poemas, pero hay dos cosas que no podemos memorizar: el dolor y el placer. Podemos a lo más tener el recuerdo de esas sensaciones, pero no las sensaciones del recuerdo. Si nos fuera posible revivir el placer que nos procuró una mujer o el dolor que nos causó una enfermedad, nuestra vida se volvería imposible. En el primer caso se convertiría en una repetición, en el segundo en una tortura. Como somos imperfectos, nuestra memoria es imperfecta y sólo nos restituye aquello que no puede destruirnos.

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Hay amores horribles que ultrajan en realidad el abolengo de este sentimiento y lo despojan de toda su aureola romántica. Por ejemplo el que existe entre uno de los jefes de la Agencia y una de las secretarias. El jefe es viscoso, moluscoide, fofo, cincuentón y mediocre. La secretaria una gorda desteñida, mastodóntica, con los dientes fuera de las encías y una nariz tan larga que es una infracción permanente a las leyes de la cortesía. Una de esas mujeres, en suma, que, como alguien decía, «harían peligrar la continuidad de la especie si uno se encontrara solo con ellas en el mundo». Y lo peor de todo es que ambos son casados; en consecuencia, cabe pensar qué sórdida catástrofe debe constituir en cada caso su matrimonio para que le busquen fuera de él esta compensación ominosa. Cuando los sorprendo en la oficina haciéndose signos de inteligencia, bromas o mirándose desde lejos embobados, me avergüenzo por mí, por mi especie. Y cuando imagino que estos amores deben consumarse en secreto, adulterinamente, en cuartos de hotel, en sabe Dios qué camas de alquiler, y evoco sus atroces cuerpos confundidos, siento la tentación de arrojarme por la ventana, presa de una locura incurable.

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No hay que exigir en las personas más de una cualidad. Si les encontramos una, debemos ya sentirnos agradecidos y juzgarlas solamente por ella y no por las que les faltan. Es vano exigir que una persona sea simpática y también generosa o que sea inteligente y también alegre o que sea culta y también aseada o que sea hermosa y también leal. Tomemos de ella lo que pueda darnos. Que su cualidad sea el pasaje privilegiado a través del cual nos comunicamos y nos enriquecemos.

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Las palabras que se dicen los amantes durante su primer orgasmo son las que presidirán en el futuro toda su comunicación sexual. Son momentos de absoluta improvisación, en los cuales los amantes se rebautizan, o rebautizan las partes de su cuerpo. Los nuevos nombres regresarán siempre durante el acto para constituir el códice que utilizarán en la cama. Estas palabras son inocentes y muchas veces poéticas con relación a lo que designan. A veces son también disparatadas. Nadie está libre de decirle a su mujer la noche de su primera posesión: «Alcachofa». Y se fregó porque desde entonces, al poseerla, tendrá siempre que decirle «Alcachofa». El día que no se lo diga, la habrá dejado de querer.

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El pequeño comerciante francés está tan identificado con su negocio que, cuando sale de él, pierde su personalidad. Cuántas veces me cruzo en mi barrio con hombres o mujeres que me son conocidos, pero no podría afirmar si son el carnicero, el charcutero, la verdulera o la mercera. Sólo cuando los veo dentro de su marco habitual, descuartizando una res, despachando patatas, o sirviendo vino, logro reconocerlos. Diríase que ellos sólo existen en función de los objetos que manipulan y dentro del contexto de una actividad determinada. Esta actividad los individualiza, los dota de ser. Fuera de ella se vuelven entes impersonales, anónimos, sujetos de una oración incompleta, a la que no sabemos qué complemento ponerles.

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Dejar la infancia es precisamente reemplazar los objetos por sus signos.

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A mí los tullidos, los tarados, los pordioseros y los parias. Ellos vienen naturalmente a mí sin que tenga necesidad de convocarlos. Me basta subir a un vagón de metro para que, en cada estación, de uno en uno, suban a su vez y vayan cercándome hasta convertirme en algo así como el monarca siniestro de una Corte de los Milagros. La juventud, la belleza, en el andén del frente, en el vagón vecino, en el tren que se fue. En cuántas bifurcaciones de los pasillos del metro he perdido para siempre un amor.

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Esas mañanas nulas, canceladas, en las que escucho música sin oírla, fumo sin sentir el sabor del tabaco, miro por la ventana sin ver nada, pierdo en realidad todo contacto con la realidad sin que por eso acceda a un mayor contacto conmigo mismo, esas mañanas, ni en el mundo ni en mi conciencia, floto en una especie de tierra de nadie, un limbo donde están ausentes las cosas y las ideas de las cosas y no me dejan otro legado, esas mañanas, que una duración sin contenido.

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Las turistas norteamericanas del ómnibus: viejas y arrugadas. Pero arrugadas de una manera diferente a como se arrugan las mujeres por otras latitudes. Se habían arrugado en el confort y la bonanza. Los surcos de su cara eran el fruto de gestos placenteros, jubilosos y hartos, repetidos hasta el infinito, hasta haberles impreso la máscara de una vejez sin grandeza, la vejez de la satisfacción.

78
Para un padre, el calendario más veraz es su propio hijo. En él, más que en espejos o almanaques, tomamos conciencia de nuestro transcurrir y registramos los síntomas de nuestro deterioro. El diente que le sale es el que perdemos; el centímetro que aumenta, el que nos empequeñecemos; las luces que adquiere, las que en nosotros se extinguen; lo que aprende, lo que olvidamos; y el año que suma, el que se nos sustrae. Su desarrollo es la imagen simétrica e invertida de nuestro consumo, pues él se alimenta de nuestro tiempo y se construye con las amputaciones sucesivas de nuestro ser.

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Nos paseamos como autómatas por ciudades insensatas. Vamos de un sexo a otro para llegar siempre a la misma morada. Decimos más o menos las mismas cosas, con algunas ligeras variantes. Comemos vegetales o animales, pero nunca más de los disponibles, en ningún lugar nos sirven el Ave del Paraíso ni la Rosa de los Vientos. Nos jactamos de aventuras que una computadora reduciría a diez o doce situaciones ordinarias. ¿La vida sería entonces, contra todo lo dicho, a causa de su monotonía, demasiado larga? ¿Qué importancia tiene vivir uno o cien años? Como el recién nacido, nada vamos a dejar. Como el centenario, nada nos llevaremos, ni la ropa sucia, ni el tesoro. Algunos dejarán una obra, es verdad. Será lindamente editada. Luego curiosidad de algún coleccionista. Más tarde la cita de un erudito. Al final algo menos que un nombre: una ignorancia.

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La mayoría de las vidas humanas son simples conjeturas. Son muy pocos los que logran llevarlas a la demostración. Yo he identificado a quienes se encargarán de completar en mi vida las pruebas que faltaban para que todo no pase de un borrón. Han tenido casi las mismas experiencias, leído casi los mismos libros, sufrido casi las mismas desventuras, incurrido casi en los mismos errores. Pero serán ellos quienes escribirán los libros que yo no pude escribir.

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Embajadores que han perdido su cargo caminan por la calle con un aire de picapedreros, ministros destituidos parecen la foto amarillenta de su antigua efigie. Hay hombres así, que, abandonado el puesto, recaen en la insignificancia. Ello se debe a que no tenían otra manera de ser que su función.

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Café expreso en la placita central de Capri, hojeando el Corriere della Sera y observando el denso flujo de veraneantes. Hercúleos mozos que lucen sus muslos tostados y sus pectorales velludos; inefables niñas en blue-jeans ajustados, más bellas que cualquier mármol florentino; pero sobre todo viejos panzones en pantalón corto, calcetines y sandalias, viejas pintarrajeadas en bikini con várices, celulitis y horribles colgajos de carne en el vientre y decrépitos ancianos, extremadamente dignos y elegantes, con sombrero de paja y saco de lino, que derivan en la tarde soleada tanteando con su bastón su último verano.

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Hace una semana una anciana del último piso, días atrás el portero del edificio, ayer el vecino de los altos: regularmente esta casa va evacuando a sus muertos. Ellos veían por su ventana la plaza que yo veo, empujaban con su mano el portón que yo empujo, subían con sus pies la escalera que yo subo, saludaban con su «Bonjour» a los inquilinos que yo saludo. Ahora ni ven, ni empujan, ni suben, ni saludan. Y no ha pasado nada.

136
Cuando alguien se entera de que he vivido en París casi veinte años, me dice siempre que me debe gustar mucho esta ciudad. Y nunca sé qué responderle. No sé en realidad si me gusta París, como no sé si me gusta Lima. Lo único que sé es que tanto París como Lima están para mí más allá del gusto. No puedo juzgar a estas ciudades por sus monumentos, su clima, su gente, su ambiente, como sí puedo hacerlo con ciudades por las que he estado de paso y decir, por ejemplo, que Toledo me gustó pero que Francfort no. Es que tanto París como Lima no son para mí objetos de contemplación, sino conquistas de mi experiencia. Están dentro de mí, como mis pulmones o mi páncreas, sobre los que no tengo la menor apreciación estética. Sólo puedo decir que me pertenecen.

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No morir como un monarca, rodeado de cortesanos, galenos, prelados y notarios; tampoco como cualquier padre de familia, asistido por mujer, hijos y parientes; ni siquiera ante colegas y empleados, en plena labor cotidiana; mucho menos en la calle, fulminado, entre peatones curiosos, fugaces o aterrados. Morir como un animal herido, en lo más profundo del bosque, en el corazón de la selva oscura, solo, donde no cabe esperar socorro ni compasión de nadie.

179
Suele decirse cuando hay un verano muy caluroso, una tormenta muy fuerte, un incendio forestal devastador, que «ni los hombres más viejos del lugar» habían visto algo parecido en su vida. Falso, todo el mundo ha visto las mismas cosas y sufrido los mismos desastres. Lo que pasa es que los viejos han perdido la memoria y el mundo también.

187
Esas horas usadas en la espera—la habitación a oscuras, fumando, la plaza desierta—, esas horas sustraídas al reposo, al trabajo, al placer, nadie me las devolverá ni me las recompensará. Horas sin compañía ni testigos, sólo yo las conozco, horas muertas peores que la muerte. Ellas me han laminado, cepillado, convertido en sucio aserrín.

197
Hay momentos en que el sufrimiento alcanza tal grado de incandescencia que diríase nos cristaliza y nos vuelve por ello indestructibles.

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