El azar y la necesidad, Jacques Monod



1. Extraños objetos

Pero supongamos que la máquina estudia ahora otro tipo de objeto: una colmena de abejas silvestres, por ejemplo. Encontraría evidentemente todos los criterios de un origen artificial: estructuras geométricas simples y repetitivas del panal y de las células constituyentes, por lo que la colmena sería clasificada en la misma categoría de objetos que las casas de Barbizon. ¿Qué pensar de este juicio? Sabemos que la colmena es «artificial» en el sentido que representa el producto de la actividad de las abejas. Mas tenemos buenas razones para creer que esta actividad es estrictamente automática, actual pero no conscientemente proyectiva. Además, como buenos naturalistas, consideramos a las abejas como seres «naturales». ¿No hay pues una contradicción flagrante al considerar como «artificial» el producto de la actividad automática de un ser «natural»?
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Mas todo proyecto particular, sea cual sea, no tiene sentido sino como parte de un proyecto más general. Todas las adaptaciones funcionales de los seres vivos como también todos los artefactos configurados por ellos cumplen proyectos particulares que es posible considerar como aspectos o fragmentos de un proyecto primitivo único, que es la conservación y la multiplicación de la especie. Para ser más precisos, escogeremos arbitrariamente definir el proyecto teleonómico esencial como consistente en la transmisión, de una generación a otra, del contenido de invariancia característico de la especie. Todas las estructuras, todas las performances, todas las actividades que contribuyen al éxito del proyecto esencial serán llamadas «teleonómicas».

2. Vitalismos y animismos

Es, en otros términos, la hipótesis de que los fenómenos naturales pueden y deben explicarse en definitiva de la misma manera, por las mismas «leyes», que la actividad humana subjetiva, consciente y proyectiva. El animismo primitivo formulaba esta hipótesis con toda ingenuidad, franqueza y precisión, poblando así la naturaleza de graciosos o temibles mitos que, durante siglos, han alimentado el arte y la poesía.

3. Los demonios de Maxwell

La noción de teleonomía implica la idea de una actividad orientada, coherente y constructiva. Por estos criterios, las proteínas deben ser consideradas como los agentes moleculares esenciales de las performances teleonómicas de los seres vivos.
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Son proteínas, por consecuencia, las que canalizan la actividad de la máquina química, aseguran la coherencia de su funcionamiento y la construyen. Todas estas performances teleonómicas de las proteínas reposan en último lugar sobre las propiedades llamadas «estereoespecíficas», es decir, su capacidad de «reconocer» a otras moléculas (comprendidas otras proteínas) según su forma, que es determinada por su estructura molecular. Se trata, literalmente, de una propiedad discriminativa (si no «cognitiva») microscópica. Se puede admitir que toda performance o estructura teleonómica de un ser vivo, sea cual sea, puede en principio ser analizada en términos de interacciones estereoespecíficas de una, de varias, o de numerosas proteínas[3.1].

6. Invariancia y perturbaciones

Pero esta revelación, gradual, de la «forma» universal de la química celular, parecía por otra parte hacer más agudo y más paradójico aún el problema de la invariancia reproductiva. Si, químicamente, los constituyentes son los mismos, y sintetizados por las mismas vías en todos los seres vivos, ¿cuál es la fuente de su prodigiosa diversidad morfológica y fisiológica? Y más aún, ¿cómo cada especie, utilizando los mismos materiales y las mismas transformaciones químicas que todas las demás, mantiene, invariante a través de las generaciones, la norma estructural que la caracteriza y la diferencia de cualquier otra?

7. Evolución

En total, se puede estimar que, en la población humana actual (3×109) se producen, en cada generación, de unos cien a mil millares de millones de mutaciones. No doy esta cifra más que para dar una idea de las dimensiones del inmenso depósito de variabilidad fortuita que constituye el genoma de una especie, pese, una vez más, a las propiedades celosamente conservadoras del mecanismo replicativo.
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Se sabe que ciertos comportamientos muy precisos y complejos, como las ceremonias prenupciales de las aves, están estrechamente emparejados a ciertas características morfológicas particularmente llamativas. Es cierto que la evolución de este comportamiento y la del carácter anatómico sobre la que reposa van a la par, una atrayendo y reforzando a la otra bajo la presión de la selección sexual. Desde que ella comienza a desarrollarse en una especie, todo adorno asociado al éxito del acoplamiento no hace más que reforzar, confirmar en suma, la presión de selección inicial, y en consecuencia favorecer todo perfeccionamiento de este mismo adorno. Es pues legítimo decir que es el instinto sexual, en suma, el deseo, el que ha creado las condiciones de selección de algunos magníficos plumajes[7.2].

8. Las fronteras

La tercera etapa es, por hipótesis, la emergencia gradual de los sistemas teleonómicos que, alrededor de la estructura replicativa, deben construir un organismo, una célula primitiva. Es aquí cuando se llega verdaderamente a la «barrera del sonido», porque no tenemos la más mínima idea de cómo podía ser la estructura de una célula primitiva. El sistema viviente más simple que conocemos, la célula bacteriana, pequeña maquinaria de una complejidad y una eficacia extremas, alcanzó seguramente su presente estado de perfección hace unos mil millones de años.
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Esta idea no resulta desagradable sólo a los biólogos como hombres de ciencia. Ella choca con nuestra tendencia humana de creer que toda cosa real en el universo actual era necesaria, y desde siempre. Nos es preciso estar siempre en guardia contra el sentimiento tan poderoso del destino. La ciencia moderna ignora toda inmanencia. El destino se escribe a medida que se cumple, no antes. El nuestro no lo estaba antes de que emergiera la especie humana, única en la biosfera en la utilización de un sentido lógico de comunicación simbólica. Otro acontecimiento único que debería, por eso mismo, prevenimos contra todo antropocentrismo. Si fue único, como quizá lo fue la aparición de la misma vida, sus posibilidades, antes de aparecer, eran casi nulas. El Universo no estaba preñado de la vida, ni la biosfera del hombre. Nuestro número salió en el juego de Montecarlo. ¿Qué hay de extraño en que, igual que quien acaba de ganar mil millones, sintamos la rareza de nuestra condición?

9. El reino y las tinieblas

Como ya dijimos, el día en que el Australántropo, o alguno de sus congéneres, llegó a comunicar, no sólo una experiencia concreta y actual, sino el contenido de una experiencia subjetiva, de una «simulación» personal, nació un nuevo reino: el de las ideas.
Subrayado (azul) - Posición 2006
El hombre moderno es el producto de esta simbiosis evolutiva. Él es incomprensible, indescifrable, en cualquier otra hipótesis. Todo ser vivo es también un fósil. Lleva en sí, y hasta en la estructura microscópica de sus proteínas, las huellas, si no los estigmas, de su ascendencia. Esto es más cierto en el hombre que en cualquier otra especie animal, en razón de la dualidad, física e «ideal», de la evolución de la que él es el heredero.
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Es muy cierto que la ciencia atenta contra los valores. No directamente, ya que no es juez y debe ignorarlos; pero ella arruina todas las ontogenias míticas o filosóficas sobre las que la tradición animista, de los aborígenes australianos a los dialécticos materialistas, hace reposar los valores, la moral, los deberes, los derechos, las prohibiciones. Si acepta este mensaje en su entera significación, le es muy necesario al hombre despertar de su sueño milenario para descubrir su soledad total, su radical foraneidad. Él sabe ahora que, como un zíngaro, está al margen del universo donde debe vivir. Universo sordo a su música, indiferente a sus esperanzas, a sus sufrimientos y a sus crímenes.
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Esto es quizás una utopía. Pero no es un sueño incoherente. Es una idea que se impone por la sola fuerza de su coherencia lógica. Es la conclusión a la que lleva necesariamente la búsqueda de la autenticidad. La antigua alianza ya está rota; el hombre sabe al fin que está solo en la inmensidad indiferente del Universo de donde ha emergido por azar. Igual que su destino, su deber no está escrito en ninguna parte. Puede escoger entre el reino y las tinieblas.

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