El infinito en un junco, Irene Vallejo


  

Alejandro: el mundo nunca es suficiente

Plutarco cuenta que Alejandro fundó setenta ciudades. Quería señalar su paso, como esos niños que pintan su nombre en las paredes o en las puertas de los baños públicos («Yo estuve aquí». «Yo vencí aquí»). El atlas es el extenso muro donde el conquistador inscribió una y otra vez su recuerdo.
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Equilibrio al filo del abismo: la biblioteca y el museo de Alejandría

Quizá por esa razón, los primeros en leer como tú, en silencio, en conversación muda con el escritor, llamaron poderosamente la atención. En el siglo IV, Agustín se quedó tan intrigado al ver leer de esta forma al obispo Ambrosio de Milán, que lo anotó en sus Confesiones. Era la primera vez que alguien hacía algo así delante de él. Es obvio que le pareció algo fuera de lo corriente. Al leer—nos cuenta con extrañeza—, sus ojos transitan por las páginas y su mente entiende lo que dicen, pero su lengua calla. Agustín se da cuenta de que ese lector no está a su lado a pesar de su gran proximidad física, sino que se ha escapado a otro mundo más libre y fluido elegido por él, está viajando sin moverse y sin revelar a nadie dónde encontrarlo. Ese espectáculo le resultaba desconcertante y le fascinaba.
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Homero como enigma y como ocaso

El astuto Ulises no fantasea, como Aquiles, con un destino grandioso y único. Podría haber sido un dios, pero opta por volver a Ítaca, la pequeña isla rocosa donde vive, a encontrarse con la decrepitud de su padre, con la adolescencia de su hijo, con la menopausia de Penélope. Ulises es una criatura luchadora y zarandeada que prefiere las tristezas auténticas a una felicidad artificial. El regalo que le ofrece Calipso es demasiado parecido a un espejismo, a una huida, al sueño de una droga alucinógena, a una realidad paralela. La decisión del héroe expresa una nueva sabiduría, alejada del estricto código de honor que movía a Aquiles.
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Voces que salen de la niebla, tiempos indecisos

Tal vez sin saberlo, nosotros—como los fugitivos de Bradbury, los letrados chinos, los seguidores de Zoroastro o los amigos de Anna Ajmátova— conservamos ciertas páginas que nos importan a salvo en la mente. «Yo soy La República de Platón», dice un personaje de Fahrenheit 451. «Yo soy Marco Aurelio». «El capítulo uno del Walden de Thoreau vive en Green River; el capítulo dos, en Willow Farm». «Hay un pueblecito con solo veintisiete habitantes que alberga los ensayos completos de Bertrand Russell, divididos en tantas páginas como personas hay». Uno de los desharrapados rebeldes, con el pelo sucio y mugre en las uñas, bromea: «Nunca juzgue un libro por su cubierta».
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El éxito de las palabras díscolas

Según el código del honor, había que aguantar la posición en el campo de batalla, sin retroceder ni huir. En una escaramuza contra los Ejércitos tracios, Arquíloco tuvo que elegir entre morir en el sitio, tras su alto y pesado escudo, o dejar este tirado y echar a correr para sobrevivir. Existía en la antigua Grecia un insulto gravísimo, ser un «arrojaescudos», rhípsaspis. Se dice que las madres espartanas, cuando despedían a sus hijos antes del combate, les advertían que volvieran «con el escudo o sobre él», es decir, llevándolo en el brazo por haber luchado con valor, o tendidos encima, convertidos en cadáveres.
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Las librerías ambulantes

Aunque no le faltan ni la picardía ni la labia del comerciante, Mifflin se considera un predicador de los caminos, llamado a divulgar el evangelio de los buenos libros. Zarandea su mercancía de granja en granja, por las rutas polvorientas donde conviven los carros de madera con los primeros automóviles fabricados en serie. Cuando llega junto al porche de una casa de campesinos, baja de un brinco desde el pescante, atraviesa el corral donde las gallinas rascan el suelo y se esfuerza por convencer a una mujer que pela patatas de la importancia de leer. Intenta convertir a los granjeros a su credo entusiasta. «Cuando le vendes un libro a alguien, no solamente le estás vendiendo doce onzas de papel, tinta y pegamento. Le estás vendiendo una vida totalmente nueva. Amor, amistad y humor y barcos que navegan en la noche. En un libro cabe todo, el cielo y la tierra, en un libro de verdad, quiero decir. ¡Repámpanos! Si en lugar de librero fuera panadero, carnicero o vendedor de escobas, la gente correría a recibirme, ansiosa por recibir mi mercancía. Y heme aquí, con mi cargamento de salvaciones eternas. Sí, salvación para sus pequeñas y atribuladas almas. Y no vea cómo cuesta que lo entiendan».
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La religión de la cultura

Ante el eclipse de la vida ciudadana, ciertas personas decidieron dedicar sus energías a aprender; a educarse con la esperanza de permanecer libres e independientes en un mundo sometido; a desarrollar hasta el máximo posible todos sus talentos; a conseguir la mejor versión posible de sí mismos; a modelar su interior como una estatua; a hacer de su propia vida una obra de arte. Era la estética de la existencia que tanto impresionó a Michel Foucault cuando estudiaba a los griegos para su Historia de la sexualidad. En la última entrevista que concedió, fascinado por esta idea antigua, Foucault dijo: «Me llama la atención el hecho de que en nuestra sociedad el arte se haya convertido en algo que atañe a los objetos y no a la vida ni a los individuos. ¿Por qué un hombre cualquiera no puede hacer de su vida una obra de arte? ¿Por qué una determinada lámpara o una casa pueden ser obras de arte y no puede serlo mi vida?».
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«Lo único que merece la pena es la educación—escribe en el siglo II un seguidor de este culto—. Todos los otros bienes son humanos y pequeños y no merecen ser buscados con gran empeño. Los títulos nobiliarios son un bien de los antepasados. La riqueza es una dádiva de la suerte, que la quita y la da. La gloria es inestable. La belleza es efímera; la salud, inconstante. La fuerza física cae presa de la enfermedad y la vejez. La instrucción es la única de nuestras cosas que es inmortal y divina. Porque solo la inteligencia rejuvenece con los años y el tiempo, que todo lo arrebata, añade a la vejez sabiduría. Ni siquiera la guerra que, como un torrente, todo lo barre y arrastra, puede quitarte lo que sabes».
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Un hombre de memoria prodigiosa y un grupo de chicas vanguardistas

En realidad, como explica el ensayista Philipp Blom, todo coleccionista necesita su inventario. Las cosas que se esfuerza en reunir pueden volver a dispersarse algún día, vendidas o saqueadas, sin dejar rastro de la pasión y los conocimientos que impulsaban a su anterior dueño. Incluso a los más humildes coleccionistas de sellos, libros o discos les duele imaginar que seguramente en el futuro esos objetos elegidos uno a uno por íntimos motivos volverán al revoltijo y la mezcolanza de las tiendas de viejo. Solo en su catálogo, la colección sobrevive a su propio naufragio. Es la prueba de que existió como conjunto, como plan cuidadoso, como obra de arte.
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Tejedoras de historias

Años después, cuando yo misma me he tenido que enfrentar al vértigo de una clase, he comprendido que hace falta querer a tus alumnos para desnudar ante ellos lo que amas; para arriesgarte a ofrecer a un grupo de adolescentes tus entusiasmos auténticos, tus pensamientos propios, esos versos que te emocionan, sabiendo que podrían burlarse o responder con cara de piedra e indiferencia ostentosa.
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Safo escribió: «Dicen algunos que nada es más hermoso sobre la negra tierra que un escuadrón de jinetes, o de infantes, o de naves. Pero yo digo que lo más bello es la persona amada».
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El drama de la risa y nuestra deuda con los vertederos

Quien mejor resumió el nuevo concepto de ciudadanía cultural fue el orador Isócrates: «Nosotros llamamos griegos a quienes tienen en común con nosotros la cultura, más que a los que tienen la misma sangre».
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Así empezamos a ser tan extraños

Lo habitual es el olvido, la desaparición del legado de palabras, el chovinismo y las murallas lingüísticas. Gracias a Alejandría nos hemos vuelto extremadamente raros: traductores, cosmopolitas, memoriosos. La Gran Biblioteca me fascina—a mí, la pequeña marginada del colegio de Zaragoza—, porque inventó una patria de papel para los apátridas de todos los tiempos.
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Dos hispanos: el primer fan y el escritor maduro

Si a las estrellas de rock sus fans les lanzan la ropa interior a la cara, a Franz Liszt le arrojaban joyas. Fue el icono erótico del siglo victoriano. En la época se decía que sus balanceos y sus estudiadas poses al interpretar producían en la audiencia éxtasis místicos. Primero niño prodigio y después joven histriónico, protagonizó giras multimillonarias por el continente. Durante las apariciones públicas de Liszt, sus fans se arremolinaban, chillando, suspirando y sufriendo mareos. Lo seguían por las sucesivas capitales donde ofrecía conciertos.
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Viaje al interior de los libros y cómo nombrarlos

El primer ejemplo conocido son las Imagines de Varrón, una obra perdida pero descrita por Plinio, que explicaba las vidas de setecientos griegos y romanos célebres. Publicado en torno al año 39 a. C., este ambicioso libro combinaba un retrato de cada famoso con un epigrama y una descripción. La envergadura del proyecto sugiere que los romanos tal vez desarrollaron algún método de estampa con destino al comercio librario.
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Canon: historia de un junco

En el umbral del siglo XX, el bibliómano británico William Blades compró los restos de un valioso libro salvado de un naufragio escatológico. Cuenta Blades que, en el verano de 1887, un caballero amigo suyo alquiló unas habitaciones en Brighton. Encontró en el retrete unas hojas de papel disponibles para limpiarse. Las colocó sobre sus rodillas desnudas y, antes de usarlas con finalidad higiénica, paseó la mirada por el texto, escrito en letras góticas. Tuvo el presentimiento de un hallazgo. Emocionado, resolvió con prisa sus asuntos corporales y las minucias de limpieza, y salió a preguntar si había más hojas en el lugar de donde habían cogido aquellas. La casera le vendió los restos desencuadernados que quedaban y le contó que su padre, a quien le encantaban las antigüedades, tuvo en tiempos un arcón lleno de libros. Tras su muerte ella los guardó, hasta que se cansó del estorbo. Imaginando que carecían de valor, los dedicó a suministro para el retrete, donde estaban a punto de naufragar los últimos pecios de la biblioteca heredada. El libro que tenían entre manos resultó ser uno de los ejemplares más raros y escasos de la imprenta de Wynkyn de Worde, una obra titulada Gesta Romanorum en la que Shakespeare había encontrado inspiración para sus piezas teatrales. Solo quedaba imaginar los tesoros bibliográficos que estuvieron abasteciendo diariamente las letrinas de aquella pensión inglesa.

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