La Antártica empieza aquí, Benjamín Labatut


Deseo

Volvieron a hablar de literatura, compitiendo por quién había leído más, quién conocía mejor la biografía de sus autores favoritos. Adoraban a Gombrowicz, despreciaban a todos los narradores chilenos salvo a Bolaño; Kafka, Sebald y Carver eran intocables, y Vallejo era el mejor poeta de Latinoamérica, tal vez de todo el mundo. Una vez que hallaron terreno común, no hubo cómo detenerlos; que Philip K. Dick era una antena que recibía estática del futuro, y Pessoa una reencarnación grupal, como los hombres que viajaban dentro de John Malkovich. Hablaron de escritores ciegos, borrachos o suicidas. ¿Conocían a algún escritor asesino? Burroughs le había disparado a su mujer en la cabeza, jugando a ser Guillermo Tell, pero era más un accidente que un asesinato, dijo Marcel. Asesinos no había muchos, en general se mataban a sí mismos.
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Alfredo en cama

Déjalo todo, me dijo la última vez que nos vimos; desaparece, y nunca te atrevas a mirar atrás. Le respondí que estaba dispuesto, pero que no veía ninguna razón para no mirar el pasado. Es una trampa, respondió; el pasado, al igual que el futuro, no existe: son materia oscura. No siempre había sido así, aclaró, hubo un tiempo en que ambos se podían tocar con las manos, como animales dormidos en un zoológico, animales peligrosos, separados de los seres humanos por rejas, pero al alcance, a pocos metros de distancia. Ya no. Las cosas habían cambiado. Aquí se nota más que en cualquier lugar del mundo, me dijo, apuntando hacia las ventanas tapadas de nieve.

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