El libro de la misericordia, Leonard Cohen


18 
Me conocen en este café. Cuando vengo de las viñas me ponen un trago delante. En señal de respeto me quito las gafas de sol cuando hablo con la propietaria. Aquí puedo reflexionar sobre los romanos, su triunfo, y la diminuta espina en su costado que nosotros representamos. Los dueños también son exiliados, gente dispersa, igual que sus clientes, y todos parecen llevar trajes oscuros y brillantes dientes de oro tras sus boquillas de cigarro. Nuestros hijos van a las escuelas romanas. Tomamos café, y un fuerte brandy de frutas, y esperamos que los nietos vuelvan con nosotros. Nuestra esperanza está en la descendencia lejana. Ocasionalmente los jugadores de cartas en el rincón levantan pequeños vasos en un brindis, y yo levanto el mío, uniéndome a ellos en su incomprensible afirmación. Las cartas vuelan entre sus dedos y la tabla de mica de la mesa, viejas cartas, tan familiares que apenas tienen que girarlas para ver quién ha ganado la mano. Levantad esos ánimos, vosotros que nacisteis en el cautiverio de un apuro permanente; y temblad, vosotros, reyes de la certeza: vuestro hierro se ha vuelto como el cristal, y la palabra ha sido pronunciada que lo hará añicos.
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23 
Estando mi hermana y yo peleados, aparqué mi remolque en el límite más lejano de sus campos, en el rincón que corresponde, por ley, a los pobres. Sus cientos de cerezos estaban en flor, y sobre el camino que bordean hasta la gran casa de piedra, una filigrana de pétalos. Era sábado. Me recosté en una pequeña colina, un vástago de trigo entre mis dientes, miré el cielo azul, un pájaro, tres hilos de nube luminosa, y mi corazón no se alegró. Entré en la hora de la auto-acusación. Un extraño sonido tembló en el aire. Fue causado por el viento del norte sobre las líneas eléctricas, un acorde sostenido de sorprendentes armonías, poder y duración, muy agradable, un canto de aliento y acero, un enorme instrumento de cuerda de palos y campos, complejas tensiones. De repente la sentencia estaba clara. Deja que tu hermana, con sus torres y jardines, alabe la incomparable obra del Señor, pero tú estás comprometido con el aliento del Nombre. Cada uno en su sitio. Los cerezos son suyos, las uvas y las olivas, la casa de gruesas paredes; y para ti, las inimaginables caridades del azar en el Rincón de los Pobres.

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