Feria, Ana Iris Simón


Una vez allí abrió las puertas de su armario, un armario empotrado de madera oscura que también era muy grande o al menos a mí, con mis cinco años, me lo parecía. Se puso en cuclillas para estar a mi altura, como un rato antes, en la cocina, había hecho la Ana Mari, y de uno de los cajones en los que guardaban las sábanas y la ropa interior sacó un bote que seguramente habría contenido pisto o tomate natural del que hacía mi abuelo Vicente pero que ahora contenía un feto. Flotaba en un líquido que recuerdo verdoso pero que probablemente no lo era. Se le intuían los bracitos doblados, las manitas, tan pequeñas. Sus ojos parecían los de un extraterrestre minúsculo y me dio la sensación de haber estado horas mirádolo aunque seguramente fueran solo unos segundos.
Mi padre volvió a guardar el bote entre las sábanas, en el cajón, y me explicó entonces que aquello era un feto y que lo que había ocurrido era un aborto. Que antes de que yo naciera mi madre tuvo otro, otro hermanito que no llegó a nacer. Como no sabían por qué había ocurrido, lo habían rescatado del váter, donde descubrieron su prematura muerte, y lo habían metido en ese bote para llevarlo al médico, por si sirviera para averiguar las causas, los porqués de que su corazoncillo se hubiera parado y hubiera sido expulsado mucho antes de tiempo del vientre de la Ana Mari. Me dijo que aquello era la vida, que formaba parte de ella. Que si nacíamos era para morir y que si había vida era porque también había muerte. Yo no lloré ni me asusté. Creo que ni siquiera me puse triste, o no más de lo que estaba.
La Ana Mari no se enteró de que sabía lo del feto en el bote hasta que días después se lo conté. Se sentó a hablar conmigo porque ni lloraba ni hablaba mucho y sobre todo esto segundo era raro en mí y le dije que me daba pena lo del hermanito porque nunca iba a saber qué cara tenía ni iba a poder meterlo a dormir a mi cama, pero que para que hubiera vida tenía que haber muerte, que formaba parte de ella. Que me lo había explicado papá cuando me había enseñado el bote.
Mis padres discutieron mucho aquella tarde, pero eso lo supe años después, como supe años después que discutieron cuando Sarita, mi compañera del colegio, murió con cuatro años y mi abuela María Solo me dijo que no me preocupara, que estaba en el cielo con Jesús y me enseñó a rezar el «cuatro esquinitas tiene mi cama», pero cuando estuvimos solos en el Lada mi padre me dijo que no me dejara engañar. Que la gente cuando se moría no iba al cielo, la enterraban y se la comían los gusanos, que después eran comidos por pájaros que después se comían otras aves como el buitre. Y que no pasaba nada, que para que hubiera pájaros y flores tenía que haber también Saritas de algún modo. Que si había muerte era porque había habido vida, por corta que fuera. Y hermanos que ni siquiera llegaban a nacer.

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