Correr, Jean Echenoz


Emil busca por todas partes al portador del cartel donde debe aparecer el nombre de su país, Czechoslovakia y, no bien lo encuentra, se presenta tendiéndole la mano y sonriendo como siempre. De nuevo es un soldado americano, quien examina a Emil como lo hiciera la víspera el capitán, busca con la mirada a alguien detrás de él, no ve a nadie e inquiere volviéndose hacia Emil: ¿Cómo, sólo uno? Emil podría empezar a acostumbrarse pero no, está azorado y asiente con un gesto. Sí, acaba contestando, sólo uno. El soldado no puede ocultar el desprecio que le inspira ese pringado. Al principio no le parecía tan mal desfilar ante un grupo de atletas, ahora se siente ridículo teniendo que andar ante un solo hombre. Su nombre es Joe y, de repente, a Joe se le quitan las ganas de todo. Está casi humillado. Lo mandaría todo a paseo, pero ya es un poco tarde.
Demasiado tarde: la banda militar ataca las primeras notas de una marcha de apertura. Joe esgrime tristemente una torva sonrisa. Anda, ven, dice con amargura, como ultrajado en su honor. Venga, vamos. Los atletas entran en el estadio por la puerta grande, comienzan a desfilar ante las tribunas en medio de los clamores, todos ellos entusiastamente ovacionados con su elegante ropa deportiva. Pero cuando aparece un solo individuo detrás del cartel de Czechoslovakia, solo y vestido con un escueto pantalón corto y la parte superior de un descolorido chándal, el estadio entero se despepita de risa. Todo el público se levanta para verlo mejor. Los enviados especiales se sacan las libretas del bolsillo y se relamen salpimentando los adjetivos de que echan mano para reflejar adecuadamente la escena, los reporteros de noticiarios la filman y la fotografían encantados mientras se afilan las uñas.
...
Pero el más feliz en todo este asunto, el que se ha llevado la mayor alegría, es el portador de cartel humillado. El corazón de Joe, en ese instante, está inflamado de orgullo. Dentro de un rato, Emil tendrá que participar en el desfile final, con la medalla prendida en su chándal. Antes de sumarse a él, divisa a su soldado americano, cartel en mano, que lo espera con impaciencia y que, no bien puede, se arroja sobre él, loco de orgullo. Sólo uno, grita abrazándolo y riendo al borde de las lágrimas, sólo uno, sólo uno. Lo toca, lo aprieta, lo soba, lo estruja, está tan contento que podría pegarle. Cuando camine luego ante Emil, en el desfile, Joe resplandecerá de triunfo y de felicidad, sabiéndose, ahora sí, envidiado por todos los demás portadores de carteles del mundo. Sólo uno, hostia, sólo uno.
... 
Algún día se calculará que, sólo entrenándose, Emil habría dado tres veces la vuelta a la Tierra. Hacer que funcione la máquina, mejorarla sin cesar y arrancarle resultados, eso es lo único que le importa, y es sin duda lo que hace que, para ser sinceros, verlo no sea nada bonito. El caso es que todo lo demás le importa un pimiento. Esa máquina es un motor excepcional en el que se ha omitido montar una carrocería. Su estilo no ha alcanzado ni quizá alcance nunca la perfección, pero Emil sabe que no dispone de tiempo para prestar atención a eso: serían demasiadas horas perdidas en detrimento de su resistencia y del incremento de sus fuerzas. De manera que aunque no quede muy bonito, se limita a correr como más le conviene, como menos le canse, y se acabó.
... 
Allí acaba de ser destinado Emil para ocupar distintos puestos, lo cual tal vez le recuerde sus funciones en Bata, con la salvedad de que se bromea todavía menos. Una vez se ha triturado la ganga, se la concentra mediante oxidación, extracción y precipitación, operaciones en las que se inicia a Emil, quien pasa si se tercia a los talleres de lavado, secado y embalaje. Empuja y también arrastra, llegado el caso, las vagonetas de mineral. Ello durante seis años a lo largo de los cuales, ignoro mediante qué subterfugio, Emil se las arregla en tres ocasiones, utilizando un disfraz, para ir a ver a Dana, a quien se ha asignado residencia en Praga.
Al cabo de esos seis años, la hermana mayor del socialismo y sus apoderados praguenses, que han convertido a Alexander Dubček en jardinero, deciden que Emil regrese a la capital, pues se les ha ocurrido la idea de ascenderlo y convertirlo en basurero. La idea parece buena, ya que la intención es humillarlo, pero no tarda en demostrarse que no es tan buena. En primer lugar, cuando Emil recorre las calles de la ciudad tras el camión con su escoba, la gente lo reconoce de inmediato y todo el mundo se asoma a las ventanas para ovacionarlo. En segundo lugar, como sus compañeros de trabajo se niegan a que él recoja la basura, se limita a correr a pequeñas zancadas, en medio de los gritos de aliento como antes. Todas las mañanas, a su paso, los habitantes del barrio donde le toca trabajar a su equipo bajan a la calle para aplaudirle, vaciando ellos mismos su cubo en el camión. No ha habido en el mundo basurero tan aclamado. Desde el punto de vista de los apoderados, la operación resulta un fracaso.
... 
Bueno, dice el dulce Emil. Archivista, puede que no mereciera nada mejor.

Entradas populares de este blog

La salvación de lo bello, Byung-Chul Han 

Mendel el de los libros, Stefan Zweig