Kafka con sombrero, Jesús Marchamalo


Durante una larga temporada se aficionó al teatro. Y un par de veces por semana se acercaba al Café Savoy, en la Ziegenplatz —andando o en tranvía (le encantaba tirarse en marcha desde la plataforma)—, un bar de mala nota donde actuaba una compañía de actores judíos con los que llegaría a intimar. Allí, veladores de mármol y sillas de madera, se enamoró en secreto de una de las actrices, una mujer de apellido impronunciable, Tschissik, con quien vivió una pasión sin esperanza y a quien nunca, siquiera, se declaró. Un día le llevó un ramo de flores, tal vez rosas, con una tarjeta en la que se leía un misterioso y audaz «En agradecimiento». Pero al final le venció su timidez y lo dejó sobre una mesa. Al acabar la función, vio cómo alguien lo cogía y lo arrojaba sobre el escenario y ella, la señora Tschissik, ese nombre que era como un susurro, un cosquilleo excitante en el oído, saludando coqueta a los aplausos, ni siquiera se paró a recogerlo.

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