El leopardo de las nieves, Sylvain Tesson


En la alta explanada de la vida y la muerte se representaba una tragedia difícil de ver, perfectamente pautada: el sol salía, los animales se perseguían para amarse o devorarse. Los herbívoros pasaban quince horas diarias con la cabeza agachada. Era su maldición: vivir lentamente, dedicados a pacer una hierba pobre pero regalada. Para los carnívoros la vida era más palpitante. Acechaban un alimento escaso en batidas que eran la promesa de una fiesta de sangre y la perspectiva de siestas voluptuosas.
...
Todo pasa, todo fluye, los asnos galopan, los lobos los persiguen, los buitres planean: orden, equilibrio, el sol en su cénit. Un silencio aplastante. Una luz sin filtro, pocos hombres. Un sueño.
Y nosotros estábamos ahí, en ese jardín vital, cegador y macabro. Munier había avisado: era el paraíso a -30 °C.
...
Almas muertas que gimotean: «Hemos nacido demasiado tarde en un mundo sin secretos».
... 
Un día, en París, en la plaza de Saint-Séverin, un gorrión se posó en su cabeza y me pregunté si yo era digno de una mujer que servía de percha a los pájaros. Era sacerdotisa, yo la seguía.
... 
La perdí. No quiso seguir conmigo porque yo me resistía a entregarme atado de pies y manos al amor a la naturaleza.
Habríamos vivido en una finca, en un bosque profundo, una cabaña o una ruina, entregados a la contemplación de los animales. El sueño se desvaneció y la vi alejarse tan dulcemente como se había acercado, flanqueada por sus animales en el bosque del anochecer. Reanudé mi camino, un viaje detrás de otro, saltando del avión para subirme al tren, y chillando, de conferencia en conferencia (y en un tono convencido), que al hombre le convenía dejar de agitarse. Recorría la Tierra y cada vez que me encontraba con un animal era el rostro de ella desvanecido el que se me aparecía. Por todas partes la seguía. Cuando Munier, a la orilla del Mosela, me habló del leopardo de las nieves, no sabía que lo que me proponía era ir en busca de esa mujer.
Si veía al animal, mi único amor reaparecería, incorporado al leopardo. Yo brindaría cada uno de mis encuentros a su recuerdo roto.
... 
Nuestro tiempo se equilibró entonces entre las marchas forzadas y las horas de hibernación. Por la noche visitábamos a la familia en la choza vecina. Tras la puerta de madera reinaba una tibieza oscura. La madre batía té con mantequilla, acompasando el silencio. En el Tíbet las habitaciones familiares son vientres cálidos para librarse de los días de granizo. Un gato dormía, guardando en sus venas el gen diluido del leopardo: por haber escogido ronronear al amparo del calor, ya no conocería el placer de sangrar un yak. Su pariente lejano, el lince, seguía viviendo fuera, prefiriendo la tempestad al torpor. Un buda en sus dorados relucía a la luz de las lámparas de aceite y el zumbido del aire nos adormecía lo suficiente para que soportáramos mirarnos unos a otros sin pronunciar palabra. No deseábamos nada. Buda había ganado: su nihilismo infundía el embotamiento. El padre desgranaba su rosario. El tiempo pasaba. El silencio era la marca de nuestra devoción hacia él.
... 
Me juraba que al volver a Francia seguiría practicando el rececho. Tampoco hacía falta estar en el Himalaya a cinco mil metros. La grandeza de este ejercicio practicable en cualquier parte era que siempre deparaba lo que se esperaba de él. En la ventana de tu cuarto, en la terraza de un restaurante, en un bosque o a la orilla del agua, en sociedad o solo en un banco, bastaba con abrir bien los ojos y esperar a que apareciera algo.
... 
La idea de que estaba ahí y le habíamos visto, de que él quizá nos veía y podía asomar, bastaba para soportar la espera. Yo recordaba que el Swan del Tiempo perdido , enamorado de Odette de Crécy, se alegraba solo de pensar que ella podría estar cerca, aunque no la viera. Tenía un recuerdo vago del pasaje, pero tuve que volver a París para localizar esas líneas y leérselas a Munier. Marcel Proust habría comprendido perfectamente la esencia de nuestros recechos, aunque, enfundado en su abrigo de visón con esas temperaturas de -20 °C, se habría resfriado y habría tosido. Bastaba con poner «el leopardo blanco» en lugar de Odette de Crécy: «Y antes de ver a Odette, e incluso si no conseguía verla, qué felicidad poner el pie sobre esa tierra donde, aun sin saber el lugar exacto, en un momento dado, de su presencia, sentiría palpitar por todas partes la posibilidad de su repentina aparición…». La posibilidad del leopardo palpitaba en la montaña. Y solo a ella le pedíamos que mantuviera una tensión de esperanza que bastara para soportarlo todo.
... 
Munier les enseñó a los niños la copia impresa de una foto que había tomado el año anterior.
En primer plano, un halcón, color cuero, posado en una roca de liquen. Por detrás, ligeramente a la izquierda, asomando del contorno de la caliza, invisible a una mirada distraída, aparecían los ojos de un leopardo fijos en el fotógrafo.
La cabeza del animal se confundía con la roca y la vista tardaba en distinguirla. Munier había enfocado el plumaje del ave sin sospechar siquiera que el leopardo le estaba observando. Solo al estudiar sus fotos, dos meses después, se percató de su presencia.
... 
A menudo, en las calas de Cassis, yo observaba las escuadras de gaviotas y me preguntaba: ¿los animales miran el paisaje?
... 
Se podría alterar el pensamiento de Pascal («La desdicha de los hombres obedece a una sola cosa, que son incapaces de quedarse quietos en su cuarto»)
... 
Un quebrantahuesos planeaba, separando las alas como si quisiera acercar las dos orillas del barranco.
... 
—¿Léo? —dije antes de apagar la linterna.
—¿Sí?
—Munier, en vez de regalarle un abrigo de pieles a su mujer, la trae a ver directamente al animal que lo lleva puesto.
... 
¿Me había convertido al wu wei , el arte chino del no hacer? No hay nada como treinta grados bajo cero para entregarte a esa clase de filosofías. No esperaba nada, no hacía nada. Cualquier movimiento me colaba por la espalda una corriente fría que no predispone a los grandes proyectos.
... 
Si la vida se limitaba a cubrir las necesidades biológicas para la reproducción de la especie, la perspectiva era alentadora: podríamos copular en cubos de cemento con conexión wifi mientras comíamos insectos. Pero si a nuestro paso por la Tierra le reclamábamos su parte de belleza, y si la vida era jugar una partida en un jardín mágico, la desaparición de los animales era una noticia atroz.
... 
—¡Léo! Te resumo el Credo —dije.
—Te escucho —respondió, cortésmente.
—Venerar lo que está delante de nosotros. No esperar nada. Recordar mucho. Cuidarse de las esperanzas, humos encima de las ruinas. Disfrutar de lo que se ofrece. Buscar los símbolos y creer que la poesía es más sólida que la fe. Conformarse con el mundo. Luchar por que permanezca.
Léo escudriñaba la montaña con el telescopio. Estaba demasiado concentrado para escucharme realmente, lo que me daba pie para seguir con mis sentencias.
—Los campeones de la esperanza llaman «resignación» a nuestro consentimiento. Se equivocan. Es el amor.
... 
El hombre moderno, por su parte, disponía de un viático: la recriminación. Bastaba con considerarse víctima para no tener que reconocer el fracaso.
... 
Había aprendido que la paciencia es una virtud suprema, la más elegante y la más olvidada. Ayudaba a amar el mundo antes de pretender transformarlo. Invitaba a sentarse delante del escenario, a disfrutar del espectáculo, así fuera el temblor de una hoja. La paciencia era la reverencia del hombre hacia lo que se le había dado.

Entradas populares de este blog

La salvación de lo bello, Byung-Chul Han 

Mendel el de los libros, Stefan Zweig