39 escritores y medio, Jesús Marchamalo


Cortázar y la pirámide de cristal

A mediados de los años cincuenta hizo un largo viaje por Italia, viendo monumentos y trasladándose de una ciudad a otra en tren. Y cuenta su mujer, Aurora Bernárdez, que siempre compraban alguna novelita en los quioscos de las estaciones, para acompañar el viaje. Casi siempre era Julio el que comenzaba a leer, y cuando terminaba una página, la arrancaba y se la pasaba a Aurora, que a su vez la leía y la arrojaba después por la ventanilla del tren como un romántico pañuelo, la paloma de un mago. Lo cual no siempre se puede contar depende dónde.
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El bar de Gerardo Diego

Se cuenta que un día, paseando por el Santander siempre brumoso y gris de los partes meteorológicos, se topó con un bar, una pequeña taberna que tenía rotulado con grandes letras en la fachada un nombre que le dejó más incrédulo que sorprendido: El Retiro de Gerardo Diego. Parece que anduvo todavía unos minutos caminando nervioso, adelante y atrás, dudando entre entrar o no hasta que finalmente, vencida su natural timidez, empujó la puerta para agradecer al dueño que hubiera elegido su nombre para el establecimiento. «No tiene usted que agradecerme nada», le respondió el hombre limpiándose las manos en el mandil, «el del rótulo soy yo, que también me llamo Gerardo Diego».
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Lorca, la vida y la muerte

La otra cara del poeta era la de los recitales, las canciones, el piano. Nadie, ni siquiera sus enemigos declarados, era inmune a su embrujo inclinado sobre el teclado, con un mechón de pelo caído sobre la frente despejada. Entonces no hacía ni frío ni calor, hacía solamente Federico.

Un mes más tarde, el 16 de agosto, fue detenido. Después, no se sabe si la madrugada del día 18 o 19, fue conducido a un lugar en los alrededores de Víznar y, junto a un maestro de escuela y dos banderilleros, fusilado, sin ataúd, ni cortejo fúnebre, ni las manos sobre el pecho. Nunca se han conocido las circunstancias, ni qué miedos le asaltaron. Tenía treinta y ocho años, y la mirada triste.
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Machado, que comía libros

Era tal la impaciencia cuando leía que con frecuencia abría los libros intonsos directamente con el canto de la mano. Los bordes de las hojas quedaban rasgados de forma irregular, y Bergamín comentó que alguna vez le había visto arrancar de las páginas trocitos de papel, que se metía después en la boca, distraídamente, de manera que muchos de sus libros acababan pareciendo mariposas.

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