El libro de los filósofos muertos, Simon Critchley


Por otro lado, Sócrates siempre insiste en que él no sabe nada. Por tanto: ¿cómo es posible que el hombre más sabio del mundo no sepa nada? Esta aparente paradoja se esfuma cuando aprendemos a distinguir entre sabiduría y conocimiento, y nos convertimos en amantes de la sabiduría, es decir, en filósofos.
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Marco Aurelio fue emperador romano desde el año 161 hasta su muerte en Vindobona (hoy Viena) en el año 180. Escribió sus Meditaciones durante las campañas militares de los últimos diez años de su vida. De hecho, Marco Aurelio ve la vida como contienda, «una breve estancia en una tierra extraña; y tras el prestigio, el olvido».
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Existe una anécdota posiblemente apócrifa en el Lexicón de Suda que cuenta que cuando uno de los alumnos se enamoró de ella, Hipatia le enseñó algunos paños empapados de sangre menstrual y dijo: «Esto es lo que amas, joven, pero no ames la belleza por la belleza».
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De hecho, Diógenes Laercio, autor de la muy influyente obra Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres, del siglo III d.C., cuenta una historia fascinante sobre Tales, generalmente considerado como el primer filósofo. 
Sostenía que no había diferencia entre la vida y la muerte. «¿Entonces por qué no te mueres?», le preguntó uno. «Porque no hay diferencia», respondió. 
Ser filósofo, pues, es aprender a morir; es empezar a cultivar la actitud adecuada frente a la muerte. Como escribió Marco Aurelio, «una de las funciones más nobles de la razón es saber si es hora de dejar este mundo o no». Ignorante e inseguro, el filósofo sigue adelante.
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Tales fue probablemente el creador de la expresión «conócete a ti mismo», y fue famosa su predicción del eclipse solar de mayo de 585 a.C. Creía que el agua era la sustancia universal, y una vez cayó en una zanja tras salir a mirar las estrellas con una joven tracia. Al oírle gritar, la joven exclamó: «¿Cómo puedes pretender saberlo todo de los cielos, Tales, cuando ni siquiera eres capaz de ver lo que hay justo debajo de tus pies?». Algunos creen —puede que con razón— que ésa es una acusación de la que la filosofía nunca se ha librado por completo en los dos milenios y medio posteriores. 
Tales murió a una edad avanzada, de calor, sed y debilidad, mientras veía una competición atlética. Su muerte inspiró a Diógenes Laercio los execrables versos siguientes: 
Mientras Tales miraba los juegos en un día de fiesta
El implacable sol le golpeó y así murió.
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Platón (428 o 427-348 o 347 a.C.) 
Al igual que con Pitágoras, Anaxágoras, Jesucristo y la Virgen María, se dice que nadie vio jamás a Platón reír a carcajadas.
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Teofrasto murió a la edad de ochenta y cinco años, y sus últimas palabras son un modelo de muerte filosófica. Cuando sus discípulos le preguntaron si quería decir algunas sabias palabras finales, Teofrasto dijo: 
Nada más que esto, que muchos de los placeres que ofrece la vida son sólo apariencias. Porque nada más empezar a vivir, ¡ay!, morimos. Nada es pues tan poco provechoso como el amor por la gloria. Adiós, y que seáis felices. La vida contiene más sinsabores que ganancia. Pero como yo ya no puedo discutir lo que tendríamos que hacer, por favor proseguid en la búsqueda del comportamiento correcto.
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En el poema de Lucrecio se menciona a Epicuro una sola vez, en relación con su preparación para la muerte. Huir de la muerte es huir de uno mismo, sucumbir al deseo de inmortalidad, contra el que Lucrecio ofrece un argumento matemático: la cantidad de tiempo que estamos vivos no va a reducir la eternidad de nuestra muerte: 
Así que una sed insaciable de vida nos tiene siempre sin aliento. Prolongando la vida no se consigue restar ni alterar en lo más mínimo la duración de nuestra muerte. Por muchas generaciones que puedas acumular viviendo, te espera sin embargo la misma muerte eterna. 
¿Qué es un año o una década más o menos en comparación con el tiempo que pasaremos muertos? Visto desde el punto de vista de la eternidad, lo que Spinoza denomina sub specie aeternitatis, la brevedad o longevidad de la vida no es nada en comparación con la eternidad de nuestra muerte. Además, esa eternidad no es algo que temer, sino la base de la satisfacción y la tranquilidad.
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Séneca escribe: «No es que tengamos poco tiempo para vivir, es que derrochamos gran parte de él». El problema de la vida no es la brevedad, sino el hecho de que la malgastamos como si no se fuera a acabar nunca, como si la vida fuera un suministro sin fin. Vivimos en una inmortalidad falsificada, creyéndonos nuestro deseo de ser inmortales y ocultando el temor a la muerte que lo origina. Séneca dice: «Actuáis como mortales en todo aquello que teméis, y como inmortales en todo lo que deseáis». La actitud filosófica correcta es exactamente al revés.

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