Cosmética del enemigo, Amélie Nothomb


—Yo creo en el enemigo. Las pruebas de la existencia de Dios son frágiles y bizantinas, las pruebas de su poder todavía son más inconsistentes. Las pruebas de la existencia del enemigo interior son enormes y las de su poder son abrumadoras. Creo en el enemigo porque todos los días y todas las noches se cruza en mi camino. El enemigo es aquel que, desde el interior, destruye lo que merece la pena. Es el que te muestra la decrepitud contenida en cada realidad. Es aquel que saca a la luz tu bajeza y la de tus amigos. Es aquel que, en un día perfecto, encontrará una excelente razón para que te tortures. Es aquel que te hará sentir asco de ti mismo. Es aquel que, cuando entreveas el rostro celestial de una desconocida, te revelará la muerte contenida en tanta belleza. 
... 
—Es el más hermoso de París. Está mucho más desierto que el Père-Lachaise. Hay una tumba que me conmueve especialmente. Ya no recuerdo de quién es. En la lápida se ve la estatua de una joven desplomada con el rostro contra el suelo. Su rostro seguirá siendo una incógnita para siempre. Solo se distingue su silueta semidesnuda, muy púdica, de espalda grácil, pies pequeños, delicada nuca. El verdín se ha ido apoderando de ella como un suplemento de muerte.
—Siniestro.
—No. Encantador. Y más todavía teniendo en cuenta que, cuando la vi por primera vez, había una mujer viva contemplándola que tenía exactamente la misma silueta. De espaldas, uno hubiera jurado que se trataba de la misma persona: como si una joven que se hubiera sabido prometida a una muerte inminente hubiera acudido a contemplar su propia estatua en su futura tumba. De hecho, la abordé preguntándole si era ella quien había posado como modelo. Le caí mal en el acto. 

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