Canción, Eduardo Halfon


De pronto, con el libro aún elevado, y sin llegar a abrir los ojos, el señor se inclinó hacia delante y colocó sus labios sobre el vidrio. Como besando el vidrio. O como besándonos a todos los pecadores adentro del bar.
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Opción D: los dos hombres no tenían filosofía ni proyecto alguno y bebían ron con la liviandad de dos hombres ciegos parados al borde de un abismo.
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Se abrió la puerta del bar y me decepcionó ver entrar a un anciano moreno y chaparro. Llevaba puesto un largo abrigo de poliéster azul, sucio y rasgado, un sombrero de petate y unas sandalias de cuero y caucho. Caminaba lento, con la ayuda de un bastón, o con la ayuda de lo que al principio yo había creído un bastón pero que en realidad era un bulto de ramitas secas amarradas con una cinta de zapato. El anciano barría el suelo un poco, luego se acercaba a uno de los clientes del bar con la mano extendida y le balbuceaba unas cuantas palabras musitadas e ininteligibles, luego barría otro poco. Todos lo ignoramos. Se dirigió hacia el rostro empolvado de Clint Eastwood e intentó empujar la puerta —no sé si buscando ahí dentro al notario para también pedirle limosna o con la intención de usar el baño—, pero ésta seguía cerrada con llave. Caminó hacia la puerta de vidrio y se marchó del bar. 
Aún pude verlo por el ventanal durante unos minutos: barriendo la acera, extendiendo la mano en la noche, murmurando palabras en un lenguaje que ya nadie más en el mundo entendía.

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