Mi Ibiza privada, Antonio Escohotado


Solo le vi sonreír una vez, cuando se quedó con mi bollo del desayuno —lo único aceptable del menú— y adopté los viriles modales del talego para reprochárselo, tropezando al punto con el leve rictus de los labios y una mirada de acero, donde leí algo parecido a: «¿Te das cuenta, pobre cuerdo, de que yo mato sin arrepentimiento?». Por supuesto decidí no volver a quejarme, y traté de reparar el despiste cediéndole gran parte de mi comida, aunque probablemente le había hecho de menos, y merecía la suerte de otros perseguidores. No lo sabré nunca, pero aprendí a ver el lado bueno de los meticulosísimos cacheos periódicos, que tratan ante todo de evitar armas.
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Aún hoy me pasma el impacto de la soledad y el silencio en tipos de aspecto tan recio, cuya incapacidad para acompañarse provoca síndromes afines a la acatisia grave, nombre clínico para el impulso de saltar fuera de uno mismo, a menudo terminado en suicidio. Hasta cuatro supermachos he visto mendigar briznas de compañía recurriendo a darse de cabezazos contra el acero de la puerta, conscientes de que solo sangre en abundancia les iba a dar un rato de enfermería, para volver algo después embrutecidos momentáneamente por el ata-nervios llamado Haloperidol. Supongo que ese vacío interior será menos frecuente y agudo en personal no carcelario, aunque me inquieta la generación que hoy se dedica —de la mañana a la noche— a ver cuántos «me gusta» evoca su foto, empezando por mi hijita Claudia.
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Tras una década de alternar temeridad y pusilanimidad, tocaba aprovechar la evidencia de que ir tanteando zonas ignoradas no había mermado el albedrío, y viajar solo desafía la cordura cuando lo hacemos sin respeto, buscando cosa distinta de saber y amar.

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