Crímenes ejemplares, Max Aub


AQUELLA SEÑORA sacaba a pasear su perro todas las mañanas y todas las tardes, a la misma hora. Era una mujer vieja y fea y evidentemente mala. Eso se notaba a primera vista. Yo no tengo gran cosa que hacer y me gusta aquella banca. Aquella banca, y ninguna otra. Evidentemente lo hacía adrede: aquel perrillo indecente era el animal más horrible que se haya podido inventar. Alargado, con pelos por todas partes. Me olía, reprobándome, cada día. Luego se ensuciaba en mis propias narices. La vieja le llamaba con todos los diminutivos posibles: cariñito, reyecito, emperadorcito, angelito, hijito. Estuve pensándolo durante más de medio minuto. Al fin y al cabo el animal no tenía ninguna culpa. Estaban construyendo una casa a dos pasos de allí, y habían dejado un fierro al alcance de mi mano. Le di a la vieja con todas mis fuerzas, y si no es porque tropecé y caí, al atravesar la calle, nadie me hubiera alcanzado.
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HABLABA, Y HABLABA, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba, y hablaba. Y venga hablar. Yo soy una mujer de mi casa. Pero aquella criada gorda no hacía más que hablar, y hablar, y hablar. Estuviera yo donde estuviera, venía y empezaba a hablar. Hablaba de todo y de cualquier cosa, lo mismo le daba. ¿Despedirla por eso? Hubiera tenido que pagarle sus tres meses. Además hubiese sido muy capaz de echarme mal de ojo. Hasta en el baño: que si esto, que si aquello, que si lo de más allá. Le metí la toalla en la boca para que se callara. No murió de eso, sino de no hablar: se le reventaron las palabras por dentro.
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ME SALPICÓ de arriba abajo. Eso, todavía, pase. Pero me mojó toditos los calcetines. Y eso no lo puedo consentir. Es algo que no resisto. Y, por una vez que un peatón mata a un desgraciado chófer, no vamos a poner el grito en el cielo.
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YO NO TENGO voluntad. Ninguna. Me dejo influir por lo primero que veo. A mí me convencen en seguida. Basta que lo haga otro. Él mató a su mujer, yo a la mía. La culpa, del periódico que lo contó con tantos detalles.

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