Gratitud, Oliver Sacks

A los once años podía decir «Soy sodio» (el elemento 11), y ahora, a los setenta y nueve, soy oro. 

Ahora que tengo casi ochenta años y sufro una serie de problemas médicos y quirúrgicos, ninguno de los cuales me tiene impedido, me alegro de estar vivo. «¡Me alegro de no estar muerto!», exclamo a veces cuando hace un día espléndido. (Lo cual contrasta con una historia que le oí contar a un amigo: una espléndida mañana de primavera paseaba con Samuel Beckett por París, y mi amigo le dijo: «En un día como éste, ¿no se alegra de estar vivo?». A lo cual Beckett contestó: «Tampoco hay que exagerar»).

Ahora me toca decidir cómo quiero vivir los meses que me quedan. Tengo que vivirlos de la manera más rica, intensa y productiva que pueda, y a ello me animan las palabras de uno de mis filósofos favoritos, David Hume, el cual, al enterarse de que sufría una enfermedad mortal a los sesenta y cinco años, en un solo día de abril de 1776 escribió una breve autobiografía. La tituló De mi propia vida.
«Supongo que el deterioro será rápido», escribió. «He sufrido muy poco dolor a causa de la enfermedad; y lo más extraño es que, a pesar del enorme declive físico, mi espíritu no ha sufrido ni un instante de abatimiento. Me aplico a mis estudios con el mismo ardor de siempre, y siento la misma alegría cuando estoy acompañado».

Y ahora, débil, sin aliento, con los músculos antaño firmes reblandecidos por el cáncer, descubro que mis pensamientos cada vez giran menos en torno a lo sobrenatural o espiritual y más en torno a lo que significa llevar una vida buena y que merezca la pena, alcanzar una sensación de paz con uno mismo. Me descubro pensando en el sabbat, el día de descanso, el séptimo día de la semana, y quizá también el séptimo día de la propia vida, cuando tienes la sensación de que tu obra está terminada y de que, con la conciencia tranquila, puedes descansar.

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